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La gesta corporal: El cuerpo en los procesos de comunicación y aprendizaje (2011)

autor

Daniel Calmels:

Escritor, Psicomotricista, Profesor de Educación Física, Psicólogo Social. Fundador del área de Psicomotricidad en el servicio de Psicopatología Infanto-Juvenil del Hospital de Clínicas (1980). Docente Universidad de San Martin. Investigador de las temáticas del cuerpo.

   

Resumen

Palabras clave: 

Manifestaciones corporales: Escucha- Voz- Rostro- Mirada.

En el presente trabajo se elaboran una serie de hipótesis y aproximaciones conceptuales sobre el cuerpo a partir del estudio de las manifestaciones corporales. La hipótesis principal  supone que el cuerpo “es” en sus manifestaciones. La presencia de las manifestaciones corporales es la prueba de la existencia del cuerpo. Es a partir del contacto, los sabores, la actitud postural, la mirada, la escucha, la voz, la mímica facial, los gestos expresivos, las praxias, etc., que el cuerpo cobra existencia.

A diferencia de la vida orgánica el cuerpo es una construcción que no nos es dada, nacemos en procura de la construcción de un cuerpo que ya tiene sus primeras gestas en la vida intrauterina. Cuerpo como “insignia”, pues se constituye en un distintivo que me diferencia de otros cuerpos al mismo tiempo que me identifica con algunos, primero con los cercanos cuerpos de la familia, luego de la colectividad que comparte usos y modos de manifestarse. De esta forma el cuerpo se constituye en una insignia familiar y colectiva.  

La profundización de esta temática permitiría observar, analizar, intervenir en un campo de fenómenos naturalizados, así como realizar un trabajo de detención y prevención temprana.

 

Introducción 

«... manifiesto quiere decir evidente, abierto, ofrecido en persona»
Jacques Derrida

En los primeros años de vida se construyen las praxias fundamentales que se verán luego implicadas en aprendizajes más complejos; allí se gesta la expresividad de las emociones y los afectos más primarios; se conforma la postura y se organiza el cuerpo alrededor de su eje axial como referencia ordenadora del espacio; se desarrolla un gran número de actitudes posturales, carga potencial de movimiento y gestualidad; comienzan a combinarse la mirada y la visión en procesos de comunicación y aprendizaje;  se gestan las capacidades de atención y escucha;  se cimientan las bases gestuales de la comunicación; y los gustos primarios van dando lugar a diversos sabores. 

Dice Sara Paín (1985): «El cuerpo forma parte de la mayoría de los aprendizajes no sólo como enseña sino como instrumento de apropiación del conocimiento».

En los primeros cinco años de vida se construyen las bases del cuerpo y de sus manifestaciones, que tendrán una configuración a nivel de la imagen —imagen del cuerpo1- particular, única y original, y en la construcción de un esquema corporal, que permite espacialmente la localización del cuerpo en sus segmentos y articulaciones, así como el accionar eficaz sobre los objetos y el medio circundante. 

Decimos, entonces, que el cuerpo “es” en sus manifestaciones. La presencia de las manifestaciones corporales es la prueba de la existencia del cuerpo. Es a partir del contacto, los sabores, la actitud postural, la mirada, la escucha, la voz, la mímica facial, los gestos expresivos, las praxias, etc., cuando el cuerpo cobra existencia. Si no existiera ninguna de estas manifestaciones, por no haberse construido o por haberlas perdido a causa de un accidente (estado vegetativo), podríamos afirmar que no habría cuerpo en tanto soporte de la expresión y la comunicación.

 

Desarrollo

La alteración en la construcción de las manifestaciones corporales funcionaría como un indicador de anomalías en el desarrollo. Nos alertaría sobre algún conflicto localizado en el cuerpo. Estos conceptos podrían ser tenidos en cuenta, dentro de un programa de prevención, como observables privilegiados en la búsqueda de su existencia y estado, partiendo de la idea de que el cuerpo no es un descubrimiento sino una construcción.

 

Escucha

Una de las manifestaciones corporales es la escucha. Escuchar no es oír. Son dos fenómenos diferentes. Cuando escucho al otro estoy dispuesto a recibir su palabra y su voz, a darle un lugar en mi pensamiento, y para que esto suceda debo disponerme. El que escucha está receptivo, dispuesto a recibir al otro a través de la voz. Esta disponibilidad no siempre surge de la voluntad conciente y no todo lo escuchado es aceptado e incorporado.

A diferencia de lo que sucede con la escucha, puedo oír sin estar afectado, puedo oír estando distraído, desinteresado.

Cuando intentamos calmar a un niño que se encuentra en un estado de berrinche o cólera, cuando le hablamos, él nos oye pero no nos escucha. Sabe de nuestra presencia pero su cuerpo es refractario a nuestra corporeidad, sus oídos están cerrados para el diálogo.

En la mayoría de los casos, la voz es direccional, busca un rostro que recepcione y ofrezca indicios de lo que registra. Deleuze y Guattari (1997) dicen al respecto que «el rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla».

En la comunicación humana —con excepción del secreto y del murmullo, que se dicen en las cercanías del oído— la voz busca una mirada que la guíe. Si bien el que habla ubica, localiza, el rostro de quien recibe su palabra, en el transcurso del hablar deja de mirar fijamente y es mirado por quien escucha. Si bien el que habla, entonces, no mantiene fija la mirada en el que escucha dejándose mirar por él, hay algunas excepciones. Daniel Stern ([1977] 1983) destaca que las reglas culturales que regulan la interacción verbal y visual «no son válidas cuando consideramos cómo las madres miran a sus hijos lactantes»: las madres miran en continuidad cuando les hablan a sus bebés, sostienen la palabra con la mirada.

La escucha clásica requiere, frecuentemente, de una fijación temporaria del cuerpo, de una posición actitudinal; la voz busca un rostro a quien dirigirse. Pero debemos reconocer otras formas de la escucha. Hay niños que, interesados en escuchar, se distraen falsamente, les interesa más escuchar los comentarios de la intimidad, que lo que va dirigido a ellos en forma explícita; otros, para escuchar, necesitan moverse y cambiar de posturas. En algunos niños el oído se alimenta más del fondo que de las voces que deberían funcionar como figura. Perciben sonidos, o quizás ruidos, que son perturbadores para la interacción y el aprendizaje. Esto sucede porque su oído aún no ha sido corporizado.

El aceleramiento modifica las formas de la atención pues, al ser el estímulo cambiante y constante, requiere que la atención sea capturada en continuidad, sin pausas, sin reposo. La práctica y el acostumbramiento a esta forma de atención llevan a que el niño, frente a un estímulo discontinuo, pierda capacidad de atender y, en algunos casos excepcionales, se refugie en la atención de los sonidos o imágenes que se generan en el fondo y que capturan su atención por tener más constancia.

Una forma particular de escucha es la escucha auricular. La mayoría de los niños encuentran un encanto particular cuando la voz les llega en forma directa a través de un conducto (caño o tubo pequeño), que se acerca al oído. Incluso los niños que aparentemente están incomunicados, que no responden a la interpelación de la palabra, cuando se les hace llegar la voz en forma directa, auricular, se sorprenden, atienden y en muchos casos dirigen su mirada al interlocutor. ¿Cuáles son las características de esta escucha? El niño registra un sonido direccional, diferente a lo que podemos llamar la escucha aérea, en la cual el sonido se expande; escucha por uno de sus oídos y no por los dos; prevalece el sonido por encima del contenido; la mirada no concuerda con la escucha. El sonido llega en forma directa al oído del niño. Son palabras dichas al oído, que ganan en reserva y exclusividad, pero pierden en fidelidad: a veces no es más que un susurro2.

En la escucha del susurro, voz baja, secreta, se pierde en semántica y se gana en sonoridad. La voz baja es la voz íntima, que se emite en cercanía y contigüidad. La primera oralidad es próximo a próximo, en algunos casos uno de los oídos apoyado sobre el cuerpo del adulto o la almohada, obturado parcialmente, recibe menos sonido, teniendo el otro oído la exclusividad sonora, similar a esta escucha que comentamos, direccional y dirigida a un sólo oído. La escucha auricular es una escucha primaria. 

Por su parte, la escucha concentrada (apasionada) requiere abrirse, aunque, en muchos casos, no sólo se abren los oídos sino también la boca. Esto se observa comúnmente en los niños pequeños. Pareciera que el narrador de una historia apasionada los deja con la “boca abierta”. Aquí, el cuerpo es una esponja que recepciona en forma activa, abierto a la voz del otro se despoja de preocupaciones posturales y sensoriales propias: «Cuanto más olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará lo oído en él» (Benjamin, 1993).

Gestos, maniobras del cuerpo para estar con el otro plenamente. Cada parte, cada zona del cuerpo, se dispone en este acuerdo que denominamos escuchar. La disponibilidad corporal es una condición necesaria para que la inasible consistencia de la voz pueda ser “agarrada” y conducida hacia los cauces de la vida psíquica.

Escuchar, entonces, requiere de un compromiso corporal, la persona que mira y escucha está poniendo el cuerpo. Sería falso decir que en la escuela hay un profesional que tiene la exclusividad de lo corporal, porque en las redes de la corporeidad están todos implicados (y complicados). Puede haber alguna especialidad, como lo es la Psicomotricidad, que tome el cuerpo como objeto de estudio, que se formule interrogantes, que cuente con recursos de intervención, pero no existe ni crianza descorporizada ni aprendizaje descorporizado. Estas mismas reflexiones podrían servir también para pensar los diferentes abordajes terapéuticos.

Introducíamos anteriormente una cita de Sara Paín, en la cual habla del cuerpo como enseña. El cuerpo como enseña es el cuerpo que participa de las mostraciones, el cuerpo que se ofrece para ser mirado en un hacer, el cuerpo que se deja observar haciendo. El cuerpo que se muestra en las relaciones de comunicación y aprendizaje, pero sin exhibirse ni ostentarse como modelo único.

Michel Chion (1998) define «tres actitudes de escucha diferentes, que apuntan a tres objetos diferentes: la escucha causal, la escucha semántica y la escucha reducida». De estas tres actitudes, nos detendremos particularmente en la causal y en la reducida.

Dice Michel Chion que la escucha causal consiste «en servirse del sonido para informarse, en lo posible, sobre su causa». En la escucha causal se reconoce el origen del sonido. Desde temprana edad, el niño asocia la percepción visual, táctil y sonora (sensibilidad exteroceptiva). Este registro le permitirá, ante la ausencia de la visión, reconocer el origen de un sonido. A estas tres sensaciones se agregarán las percepciones propioceptivas (sensaciones musculares, tendinosas, articulares), que aportan datos en el registro de los sonidos vibrantes, rítmicos, etc. Reconocer el origen causal de los sonidos le otorga al niño poder y tranquilidad. Le permite anticiparse, intervenir, esperar y accionar sobre el medio con seguridad. 

Cuando un niño pequeño escucha el ladrido de un perro reacciona gestual y actitudinalmente con una expresión de pregunta, bajo la forma de la sorpresa, alarma, inquietud, etc. Si esta expresividad del niño puede ser atendida, si los adultos que rodean al niño están atentos a sus necesidades, obtendrá una respuesta, le dirán “es un perro” o “guau guau”. Esta palabra se ligará al ladrido del perro y desde ese momento cada ladrido de perro tendrá un nombre. Tal relación entre un sonido y un nombre le confiere al niño la tranquilidad de que los sonidos no son fantasmas sin nombres, sino hechos conocidos, sostenidos y principalmente compartidos por el lenguaje verbal. 

Un niño escucha el sonido de la puerta que se abre y sabe que está entrando su madre. Reconoce, entre tantos sonidos, el de la puerta de la calle que, en la expectativa de la llegada, es interpretado como el arribo de su madre a la casa. Es cierto que, sin esta escucha causal —detectar el origen del sonido de la puerta de calle—, el niño no podría anticiparse a la presencia de su madre junto a sí. También es cierto que el niño aprendió a identificar este sonido porque tras él su madre se hacía presente. Podemos decir, entonces, que el proceso cognitivo de reconocimiento de un sonido entre otros, en su origen, no sería tal si no fuera habilitado por la presencia de un ser trascendente, en este caso connotado positivamente, aunque en otros esta presencia puede ser origen de un temor. Esta escucha causal, en parte, se va desligando de su origen relacional.

La escucha semántica, por su parte, «se refiere a un código o a un lenguaje para interpretar un mensaje: el lenguaje hablado. Objeto de investigación de la lingüística» (Chion, 1998).

Por último, la escucha reducida3 ha sido definida por Pierre Schaeffer como aquella «que afecta a las cualidades y las formas propias del sonido, independientemente de su causa y de su sentido» (citado por Chion, 1998). En la escucha reducida prevalecen los sonidos por sí mismos. Se aprende a escuchar acompañado y en la cercanía del cuerpo del otro, no sólo porque el otro nos habla, sino también porque nos propone y comparte una modalidad de escucha particular. «En esta subjetividad [la de las percepciones compartidas], nacida de una intersubjetividad, es donde pretende situarse la escucha reducida, tal como Schaeffer la ha definido» (Chion, 1998).

 

Voz

La voz es el aspecto corporal del lenguaje verbal. Cuando emito, muestro la voz, pongo el cuerpo.

Por la voz se reconoce la identidad de una persona. Al escuchar por teléfono o por radio a una persona, a partir de su voz se reconstruye un cuerpo. La voz es parte de nuestra identidad, aunque puede suceder que no coincida la voz con el resto de la corporeidad. Esta coincidencia o no está influenciada por los valores de una cultura en la cual se le asigna una voz a una determinada corporeidad y, a su vez, está condicionada por el propio ideal de cuerpo que tenga la persona que escucha.

No nacemos con una voz dada de antemano. A veces podemos percibir que un niño está comenzando a construir su propia voz. La voz no es algo que se crea en un instante. Este proceso es muy antiguo porque la voz comienza su incipiente construcción antes de la palabra. En el grito, en el silabeo, en la risa, está ya la voz, presente mucho antes de que se organice la palabra. Pero claro, cuando aparece la palabra, la voz cambia, no es la misma. En los niños que no tienen acceso a la palabra, su voz está empobrecida. En ese sentido, la palabra enriquece al cuerpo, pero sólo se puede acceder a la palabra si hay alguna construcción de corporeidad y un otro que hable, que ponga su voz y escuche.

Hay niños que tienen dificultades para construir su propia voz, así como su cuerpo en general. Su voz, monótona, estereotipada, aumentada en volumen, se presenta extraña. En los niños diagnosticados con Síndrome de Asperger, suele apreciarse, entre otras dificultades, un aumento del volumen y una distorsión en la prosodia.

Aun con los niños a los que les es muy difícil comunicarse, si el profesional hace juego con su voz, puede producir una atracción, un interés del niño. Y creo que todos tenemos en algún momento ganas de jugar con nuestra voz, de cambiarla, de alargarla, de repetir. Jugar con la voz es jugar con el cuerpo. Implicarnos como adultos a partir de nuestra voz es permitir que el niño, a su vez, juegue con su propia voz. Pero no pidiéndole que diga palabras con “sentido”, y menos palabras “correctas”, sino que juegue con el puro significante, con las imágenes acústicas. Esta práctica oral está vinculada con el placer del significante, que podemos encontrar en las nanas, en las poesías, en los juegos de palabras que no tienen ningún sentido aparente y que atraen a los niños justamente porque responden a una búsqueda del sinsentido a partir de la sonoridad de la voz. En esta dirección, es posible jugar con la voz, incorporar este juego a la tarea profesional, sabiendo que jugar con la voz es poner el cuerpo.

La voz se anticipa a la palabra. Cuando ambas se amalgaman con naturalidad, el oyente no lo advierte, las recibe como si fueran una; pero en ocasiones la voz y la palabra se rebelan, toman caminos diferentes. En estos casos, la voz puede solidarizarse con el grito, con el canto, con el puro significante, pero no con la palabra. El que habla escucha su voz y su palabra en forma separada; el concepto, la idea que se carga en la palabra, se separa de la voz, en la boca se produce un quiebre, un freno, a veces con alargamientos al modo de una “patinada”. La persona que tartamudea nos muestra que no hay fluidez en su oralidad, pero principalmente que hay separación entre su voz y la palabra. El sentimiento de ajenidad lo invade y comienza a escucharse, es el primero que recibe su voz. El ensamble de los dos elementos, voz y palabra, permite hacer del lenguaje verbal un instrumento, que la voz pone en juego.  

El cuerpo es en sus manifestaciones y uno se manifiesta en situación. Es por eso que no contamos con un sólo rostro ni con una sola voz. La construcción del cuerpo conlleva un repertorio de variaciones prosódicas. La voz se modifica de acuerdo a quién va dirigida, pero principalmente cuando va dirigida al niño: esto le permite al bebé saber cuándo se dirigen a él y cuándo no. Es así cómo el bebé va a poder diferenciar los diálogos que la madre mantiene con él de los que mantiene con otras personas.

Si evaluáramos la función de los sensorios en la construcción del vínculo, podríamos darle al oído la función de sostener un lazo de continuidad en la relación corpórea madre-hijo, principalmente en épocas tempranas. Cuando la madre se aleja del bebé, se suspende el contacto y la mirada, suspensión que puede ser compensada por un contacto sonoro, hablándole o cantando. Esta continuidad sonora le sirve al bebé para seguir ligado a la distancia.

Tomar la palabra es un hecho corporal que se sustenta en la voz.

No hay asunción de la palabra sin una voz propia, o sea, sin un proceso de corporización.

 

Rostro

Podemos aproximarnos al concepto de rostro diferenciándolo del de cara y facie.   

Cuando se le pide a un niño que nombre las partes de su cuerpo, rara vez nombra la cara, aunque casi todas las veces nombra los elementos que la constituyen, como son los ojos, la nariz, la boca, etc. La cara resulta una composición que, con los mismos elementos dispuestos con sutiles cambios, logra su originalidad. La cara es un concepto anatómico, designa una zona4 del cuerpo. La anatomía nos permite nombrar el organismo en sus distintas partes.

Designamos con el término cara, entonces, a una fracción de nuestra anatomía. Nacemos con una cara y, sobre esa cara, construimos un rostro. Las intervenciones quirúrgicas, o cirugías estéticas, trabajan sobre la cara y afectan al rostro; después de la operación, la persona tiene que poder reconstruir un rostro sobre los cambios acaecidos en su anatomía. El rostro exhibe un aspecto nodal de nuestra identidad.

La medicina trabajó con insistencia en la posibilidad de delimitar las diversas composiciones de la cara, para cuyo fin creó el concepto de facie. Las diversas patologías tienen una facie particular. Su diagnóstico «puede orientar hacia un determinado sistema o aparato y en ocasiones hacia una enfermedad definida» (Pergola–Okner, 1983). Las facies, según la configuración de la cara, pueden darnos indicios de una alteración genética o congénita, como es el caso de la facie mongólica5. La observación de la cara de un niño con síndrome de Down evidencia una facie particular, común a otros niños con el mismo síndrome, lo cual permite reconocerlo. Pero si bien su cara es similar, su rostro no tiene por qué serlo. El rostro puede mostrar su identidad, rasgos particulares, comunes a los rostros de su familia, en la que encontró su génesis.  Si la facie lo pone en común con un rasgo genético, el rostro lo familiariza, lo identifica con los semblantes de sus padres de cuerpo.

El concepto de rostro o rostridad tiene un carácter dinámico e interactivo. Si bien el rostro se moviliza en semblantes diversos, «se reconoce un rostro más allá de la serie fragmentaria de sus manifestaciones» (Sami–Ali, 1979).

El rostro propio es primero perceptible visualmente por los otros, aunque el niño posee una cantidad de sensaciones, percepciones, que suscitan la mímica facial, los juegos de sonrisa, miradas, los intercambios de rostridad.

Si bien el rostro, como plantea Sami-Ali (ibíd.), «comienza por existir desde el punto de vista de los otros», con el cuerpo en su conjunto pasa lo mismo. No es la percepción visual directa la que le da esta particularidad, pues hay otras zonas del cuerpo, como la espalda, que no pueden ser visualizadas en forma directa. El cuerpo en su totalidad comienza a existir desde el punto de vista de los otros porque cada zona se construye con apareamientos, referencias, nominaciones. Cada zona del cuerpo es marcada por la conjunción de la palabra, la mirada y el tacto de un otro, que le atribuye un valor, una función y una cualidad.

El cuerpo es constituido en la interacción con otro que cualifica, dimensiona, delimita, nombra y pone en funcionamiento. Punto de vista, referencia de contacto, posición de la escucha, perspectiva actitudinal, que fundan un cuerpo receptivo en la interacción.

Gran parte de la identidad corporal de una persona se sostiene en el rostro, y estará, a su vez, condicionada por el contexto en el cual se forma. En este sentido, tomando una frase de Deleuze y Guattari (1997), hay una «producción social de rostro».

Escribe H. Wallon (1965): «Una especie de mimetismo mímico lo ligaban primero a su madre y a aquellos que podían responder a la expresión de sus necesidades, después de un círculo más extenso de rostros familiares sobre los cuales el suyo se modelaba, alimentando en él la conciencia de situaciones más o menos diversas». Wallon nos dice que el rostro del niño se modela, o sea, se construye tomando como referencia el rostro de los demás hombres y, en ese modelar, encuentra su alimento psíquico «alimentando en él la conciencia de situaciones más o menos diversas». 

Más adelante agrega: «El hombre comienza por reflejarse en otro hombre como un espejo. Es solamente cuando llega a tener con respecto al hombre Pablo una actitud igual a la que tiene hacia sí mismo, que el hombre Pedro comienza a tomar conciencia de sí mismo como un hombre». Esta frase de Marx, dice Wallon, «expresa muy bien ese vaivén de sí a otro y de la imagen percibida en otro a sí mismo, que no es solamente una realidad moral o social, sino también un proceso psicológico esencial» (ibíd.).

En la misma dirección trabaja Michael Bachtin, al afirmar que «el cuerpo no es algo autosuficiente, tiene necesidad del otro, de su reconocimiento y de su actividad formadora» (en Todorov, 1981). Modelado para Wallon, formado para Bachtin, el cuerpo se construye en el diálogo con los otros. 

Winnicott (1989), utilizando el término cara y asignándole probablemente las atribuciones que aquí le adjudicamos al rostro, retoma el concepto de espejo: «Podemos considerar a la cara de la madre como prototipo del espejo. El bebé se ve a sí mismo en la cara de su madre. Si la madre está deprimida, o preocupada por algún otro asunto, entonces, por supuesto, lo único que ve el bebé es una cara». La cara, como los ojos, es invisible, se le interpone el rostro y la mirada; para poder verlos, se requiere de una operación des-subjetivante, ver la cara o los ojos es encontrarse con la anatomía.

A partir de estas caracterizaciones del cuerpo y del rostro podemos pensar con qué gestos primordiales el niño construye su rostro, con cuáles de las expresiones del rostro de los otros el niño compone alguna continuidad de su propia expresividad facial, a la cual le dará una constancia que lo diferenciará de los otros. 

La continuidad de la sonrisa, el asombro o la seriedad en un rostro, son una exhibición de una elección primigenia de un rasgo particular a partir del cual el rostro toma cuerpo. Son una marca de origen, un sello que exhibe el linaje de su historia familiar.  

Haciendo hincapié en la presencia del rostro por sobre el resto del cuerpo, Deleuze y Guattari (1997) dicen: «La descodificación del cuerpo implica una sobrecodificación por el rostro». El rostro tiene un poder por sobre otras partes del cuerpo. El animal, a diferencia del ser humano, no se reconoce por el rostro. Tanto el nombre como el rostro son dos de los significantes primordiales en la identificación de un sujeto, «puesto que hace salir la cabeza del estrato de organismo, tanto humano como animal, para conectarla con otros estratos como los de significancia o subjetivación» (ibíd.). Nuestro conocimiento del otro está incompleto si no se conocen el nombre y el rostro. Decir que conozco a una persona sólo de nombre, implica que no sé cómo es su rostro.

Otro elemento de identificación es la voz. La trilogía de nombre, rostro y voz conforman poderosos rasgos identificatorios.

La percepción de un rostro amoroso se construye con elementos concretos que lo configuran. Escribe Doltó (1984): «Para el niño, el rostro de sus padres que lo miran con amor, es el espejo de su cuerpo en orden».

En el rostro se despliegan acciones de gran dinamismo como, entre otras, la sonrisa. Podríamos decir que, si no fuera por la sonrisa, con su carga de ternura, al niño pequeño le costaría mucho mirar al otro. La sonrisa es una invitación a mirar al otro, nos indica que vale la pena conectarnos con los ojos de otra persona. La sonrisa produce en la cara un efecto de iluminación que compromete al rostro en su totalidad, es por eso que no es fácil fingirla, pues no se trata sólo del arqueamiento de la comisura de los labios: la sonrisa se divisa en la mirada.

La sonrisa también prepara al cuerpo para la aparición de la risa, vinculada con el humor. La risa es posterior en el desarrollo del niño y sabemos todas las connotaciones benéficas que la risa tiene para la vida orgánica y la vida de relación.

A diferencia del escondite y la escondida, en el juego del cuco el niño y el adulto se ocultan pero no se esconden, porque cada uno sabe dónde está el otro, mientras esconderse implica un enigma que el otro debe resolver, porque el que se esconde no se muestra en el acto de esconderse. Alrededor de los 4 meses comienza este juego de ocultamiento donde el cuerpo se oculta parcialmente, cubriéndose y descubriéndose la cabeza. Metonímicamente la cara representa a todo el cuerpo, y el juego consiste en develar, o sea, quitar el velo que cubre el rostro.

El instante de des-cubrimiento de la cara ubica a ambos rostros en un protagonismo particular. Este juego de ocultamiento, tendría un lugar destacado en cualquier reseña que nos hable de los procedimientos empleados en la construcción del rostro y la gestualidad expresiva.

En la representación del rostro, por último, los ojos tienen un lugar fundante. En el dibujo de la figura humana pueden faltar la boca, la nariz, la frente, y aun la cabeza, pero no pueden faltar los ojos. El orificio del ojo, lleno o vacío, es constituyente de la figura humana. Jacques Mercier dice que «el ojo equivale al rostro, que a su vez equivale al cuerpo» (citado por Deleuze–Guattari, 1997).

 

Mirada

«sólo la mirada de otro puede darme el sentimiento de formar una totalidad.» Tzevetan Todorov

 

Mirar y ver son dos términos que designan fenómenos diferentes6. Dice Roque Barcia (1941): «Ver está en relación con los sentidos; mirar se refiere a las ideas, a la imaginación, a los  sentimientos. La vista representa un atributo y una función; la mirada es más bien una revelación del espíritu». Seguramente Fernando Pessoa se refiere a esto cuando escribe en “Oda marítima”: «Pero mi alma está con lo que veo menos».

Paúl Laurent Assoun (1997) reconoce dos sentidos del término mirar: por un lado, «... la mirada es la acción de dirigir los ojos hacia algo o alguien...». Sin embargo agrega—, «la mirada también es otra cosa. Vale decir, la expresión de los ojos, la manera de mirar y con ello de contemplar el mundo. Del mismo modo, no es únicamente percibir, sino prestar atención, considerar».

Las diversas prácticas requerirán del predominio de la visión o de la mirada, según cuál sea la especificidad de las mismas. El objeto a tratar requiere del uso hegemónico de una por encima de la otra. En el caso de la clínica orgánica, y específicamente durante el diagnóstico, el médico debe limitar la subjetividad de su mirada, pero también puede permitirse mirar, poner en forma instrumental su capacidad de empatía y continencia. Un oftalmólogo sentado frente a su paciente, cara a cara, para inspeccionar el ojo enfermo no debe contactarse con la mirada. La mirada se interpone a la visión, está ahí, entre la visión y la ceguera. Si el “médico de ojos” no evita la mirada, no podrá llegar al fondo del ojo. Dispuesto a ver, la maquinaria que intercede tras los aumentos del cristal le permite llegar a las profundidades del organismo.

La mirada es productora de imágenes, la visión es producto de percepciones. «Ver es tener a distancia», dice M. Ponty (1977); mirar es deshacerse del espacio que nos separa, anular las distancias. La visión discrimina, la mirada incrimina. En la visión predomina lo objetivo, en la mirada lo subjetivo.

La mirada es un puente entre la visión y la ceguera, quien mira se apoya en lo mirado.

La intensidad de la mirada que sostiene la madre con su hijo en brazos, nos motiva a reflexionar acerca del valor que tiene en la constitución del cuerpo y de la gestualidad. Mirar es una forma de corporizar los ojos del niño. El encuentro ojo-ojo, la fijación de la mirada, es una experiencia gestante del cuerpo en unidad. E. Pichon-Rivière (1970), refiriéndose a J. P. Sartre, dice que éste «incluye la presencia del prójimo, su mirada, como un factor que lo constituye. El cuerpo es bajo la mirada del otro»

Si bien frente al niño recién nacido algunos adultos primero intentan ver, visión que inspecciona los órganos, inventario de dedos, registro de la coloración de los ojos, y otros detalles, inmediatamente después esta acción de reconocimiento visual, de confirmación o no de las sospechas que se tenían acerca del niño por nacer, se va a transformar en una mirada más generalizada.

La madre no ve al hijo, lo mira. Esta mirada le confirma que su hijo es el más lindo del mundo. La mirada amorosa no ve, está entre la visión y la ceguera. Esta carga de subjetividad que diferencia la mirada de la visión, la ubica en una producción humana difícil de reemplazar. La mirada, más que una propiedad de la vida orgánica, es una construcción corporal.

Debemos diferenciar, entonces, las problemáticas de la infancia que comprometen la capacidad de ver o la de mirar. 

Mirar me confiere un lugar desde el cual percibo y me introduce en la temporalidad, no sólo porque los párpados, como péndulos de un reloj, durante un tercio de segundo cubren los ojos en forma reiterada, sino porque mirar ocurre en un tiempo subjetivado y subjetivante. A su vez, en la medida en que miro puedo llegar a ser mirado. Sartre (1949) dice que «la mirada del otro me confiere la espacialidad. Percibirse como mirado es descubrirse como espacializante-espacializado. Pero la mirada del otro no es solamente percibida como espacializante: es también temporalizante».

Diversos juegos corporales ponen en construcción la espacialidad y la temporalidad del cuerpo. La discontinuidad, la interrupción de la mirada entre el adulto y el niño, constituye una temporalidad que en el juego de la sabanita o el cuco se espacializa en este “hueco” que la tela arma sobre los ojos del niño. 

Los que trabajamos con niños que tienen discapacidades debemos aprender a mirar de forma plena, porque nos han enseñado a ver la falta de reojo, a espiar en vez de observar o mirar. Fingir no ver es la peor de las miradas, porque invade sin tener presencia.

Lo estimulante es alguien que se ofrece a ser mirado, alguien que mira pleno, alguien que resigna en la visión la focalización en la falta, para mirar lo que sin faltar está (Calmels, 2001). 

Mis ojos pueden mirar porque son mirados, la mirada del otro cualifica mi gesto de mirar. El destino de la mirada se trama en los lazos sutiles del objeto mirado.

La mirada nace del misterio, de lo que se resiste a la fácil percepción. Mirar es una búsqueda, una exploración, tarea que comienza en épocas tempranas, siempre y cuando haya un otro que cumple la función corporizante. En el caso de abandono o de descuido, la mirada no se aprende, se estanca perturbada, pues si no hay una mirada fundadora de los ojos que miran, éstos, deslumbrados, desfallecen de luminosidad.

La mirada enamorada está próxima a la ceguera, pues el que mira no ve. Ejemplos de enamorados: el novio y la novia, que al forzar los vocablos se lee no-vio (novio), o no-vi-a (novia). Al separarse los novios, no reparan en reproches; roto el hechizo, no dicen “¿qué le miré?”, sino “¿qué le vi?”.   

 

Ausencia y distorsión de las manifestaciones corporales

Para el profesional de la salud y la educación, y específicamente para quien trabaja en prevención, el estudio y análisis de las manifestaciones corporales son instrumentos de importancia para el diagnóstico temprano y la intervención adecuada.

Diversas bibliografías señalan como observables ciertos gestos o posturas específicos que no se encuentran presentes, o se reiteran con insistencia. Tomaré como ejemplo el punto A de la descripción del Síndrome de Asperger, incluida en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSMIV) (1995):

A) Impedimento cualitativo en la interacción social, se incluye: Marcado impedimento en el uso de múltiples conductas no verbales: mirada frente a frente, expresión facial, posturas corporales, gestos. Todas estas manifestaciones son esenciales para “regular la interacción social”.  

Sintetizando, estamos frente a un marcado impedimento en el uso de múltiples conductas no verbales, esenciales para regular la interacción social. Estas son:

A: mirada frente a frente /B: expresión facial /C: posturas corporales / D: gestos

Se destaca que el impedimento no está en la construcción o en el aprendizaje de «conductas no verbales», sino en su «uso», partiendo de la idea errónea de que estos recursos están adquiridos, o se encuentran disponibles para su instrumentación en forma innata o como parte del repertorio potencial de respuestas al estímulo adecuado7.

Se parte de un supuesto que va a influir notablemente en la apreciación diagnóstica y en la estrategia terapéutica, pues es necesario como parte de la reeducación o la terapia poner “en uso” algo que, siendo usual y común al organismo humano, está en desuso.

Frente a esta enumeración de síntomas aparentemente precisos y concretos, la tarea se complejiza para el profesional que aun sin llegar a un diagnóstico, tiene que reconocer los signos de una semiología de las manifestaciones corporales, de utilización frecuente en la interacción social. Teniendo que detectar y registrar estos fenómenos, en algunas ocasiones, el profesional se da cuenta de que no dispone de un archivo conceptual ni de una mirada entrenada, que escape de la ingenuidad del parecer, o de la impresión de la familiar extrañeza.

Debido a las características de este escrito, no podemos analizar todos los puntos enumerados, pero sí formular algunas preguntas sobre el primero: A) mirada frente a frente: 

  • ¿Mirar frente a frente implica mirarse mutuamente a los ojos?
  • ¿Cuáles son las acciones que realiza el niño cuando no puede mirar frente a frente? ¿Desvía la mirada evitando el encuentro, la fija en un objeto, en un foco de luz, baja los ojos, los cierra, se tapa la cara?
  • ¿La dificultad se centra sólo en mirar frente a frente, o se extiende a otras direcciones de la mirada?
  • ¿Cuál es el tiempo normal (y evaluable) que una persona puede mirar a otra frente a frente?
  • La dificultad de mirar frente a frente, ¿no es también un signo posible de encontrar en otras problemáticas de la niñez, como son los cuadros de inhibición psicomotriz? Bajar la mirada, ¿no implica en algunos casos un gesto activo de evitación?

Sabemos que la mirada “frente a frente” o directa, sólo está reservada para la intimidad y que además su continuidad dura segundos, la cual puede renovarse de acuerdo a la situación y a la familiaridad con la persona. La posibilidad o el permiso para mantener la mirada están dados generalmente en situaciones específicas:

A) en los enamorados (envolvente y simétrica);

B) en el niño pequeño con su madre (asimétrica, directa, constante, con proyección fluctuante de los globos oculares por parte del bebé);

C) ha pedido —“Mírame cuando te hablo”— durante un reto (esquiva, fluctuante, mecanizada);

D) en el iniciode una pelea (de forma penetrante y agresiva).

Estas formas de comunicación profunda e intensa, son posibles de observar en situaciones muy particulares (intimidad, confianza, agresividad, etc.), por lo tanto se ubican fuera del campo de lo observable en forma directa por el profesional que realiza el diagnóstico, principalmente si se realiza en una primera y única entrevista. La mirada frente a frente puede formar parte de los síntomas no perceptibles en forma directa por el profesional que realiza el diagnóstico.

También sería oportuno analizar junto con el fenómeno de la mirada, la producción de rostridad, los gestos expresivos y la actitud postural.

 

Consideraciones finales

No existe una sola caracterización del cuerpo, ni una sola forma de construir la corporeidad. Por un lado, porque el cuerpo está en una relación dialéctica con la vida biológica, orgánica, y los recursos socioeconómicos condicionan de manera alarmante la salud física de los niños cuyos padres carecen de un trabajo digno y bienes materiales. Por otro, porque la construcción de la corporeidad, en las ciudades, tiende a empobrecerse. Así sucede con la disponibilidad del uso habilitado de las manos; la construcción de una voz propia que no se defina con la indefinida clasificación de lenguaje neutro; la capacidad de mirar y ser mirado sin mediaciones tecnológicas, que abusan de la visión sin mirada; el exceso reiterado de construcciones actitudinales que ubican el cuerpo en la potencia agresiva que generan los juegos electrónicos de persecución y confrontación; el empobrecimiento de la capacidad de degustar sabores, texturas y consistencias, domesticado por la comida “chatarra” envasada en la cajita feliz, etc., etc.

Un diagnóstico que contemple la caracterización del conjunto de las manifestaciones corporales, puede hacerse a partir de un estudio conceptual y de un entrenamiento específico en la observación, diagnóstico y tratamiento del cuerpo en sus manifestaciones.

NOTAS

1 «La imagen del cuerpo es a cada momento memoria inconsciente de toda la vivencia relacional, y al mismo tiempo es actual, viva …» (Doltó, 1984).
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2 A esto se deberá el éxito del juego llamado “teléfono descompuesto”, en el cual la información se desvirtúa.
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3 El calificativo reducida se ha tomado de la noción fenomenológica de reducción de Husserl.
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4 El término zona parece indicar un espacio menos cortante y más integrado que el término parte, más relacionado con la fragmentación, en forma de porción o parcela, susceptible de ser desprendida y aislada.
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5 Cara redonda, con borramiento del ángulo interno de los ojos, nariz en silla de montar, etc.
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6 Lo que aquí definimos como ver es posible que en otros marcos conceptuales se identifique como mirar. No se trata del término en sí, sino del fenómeno que se quiere designar con él.
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7 Debemos aclarar que estamos analizando solo un punto de una descripción mucho más extensa, punto que reúne en sí mismo problemáticas que son de nuestro interés y pertinentes al tema que nos ocupa.

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