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Mauro y la posibilidad de indicar un tratamiento de grupo familiar (05/2012)

autor
Sergio Martin Tarrason
Psicólogo Psicoterapeuta. Cdiap Maresme.
   

Resumen

Palabras clave 

Tratamiento, tríada, grupo familiar, atención precoz, indicación.

En este artículo pretendo ejemplificar, a través del material clínico, la necesidad de indicar tratamientos de grupo familiar en la atención pública que ofrecemos desde los Centros de Desarrollo Infantil y Atención Precoz (CDIAP).

Nuestro objetivo, al atender al grupo, es focalizar la atención sobre las características y particularidades de la experiencia grupal básica. Como aplicación del psicoanálisis me parece una herramienta valiosa, tanto en un formato de grupo nuclear (o grupo de convivencia) como en su formato de tríada (padre-madre-hijo/a).

El caso que presento, Mauro, permite reflexionar y comunicar algunos de los aspectos técnicos centrales a la hora de organizar y tratar con el grupo familiar en el contexto psicoterapéutico.

 

Resum

En aquest article desitjo exemplificar, a través del material clínic, la necessitat d’indicar tractaments de grup familiar, en l’atenció pública que oferim des dels Centres de Desenvolupament Infantil i Atenció Precoç (CDIAP).

El nostre objectiu en atendre el grup és focalitzar l’atenció sobre les característiques i particularitats de l’experiència grupal bàsica. Com aplicació de la psicoanàlisis em sembla una eina valuosa, tant en un format de grup nuclear (o grup de convivència) com en el seu format de triada (pare-mare-fill/a).

El cas que presento, Mauro, permet reflexionar i comunicar alguns dels aspectes tècnics centrals a l’hora d’organitzar i tractar amb el grup familiar en el context psicoterapèutic.

 

Abstract

The following article, based on clinical material, is an attempt to support the importance of family-group therapy in public Child Development and Early Intervention Centers. The objective of treating the family group is to focus the intervention on the characteristics and peculiarities of the basic group experience.

As an application of psychoanalysis it seems to be a valuable tool in treating the nuclear family group (or all of those living in the same household) as well as the nuclear family triad (father-mother-child).

In the present case study, Mauro, allows us to convey and consider some of the main technical aspects in the organization and treatment of the family group within a psychotherapeutic context.

 

Introducción

Desde el Centro de Desarrollo Infantil y Atención Precoz del Maresme realizamos experiencias terapéuticas en encuadre de grupo familiar.

En este artículo me propongo exponer un ejemplo clínico que ilustre este tipo de intervención. Con ello pretendo mostrar y comunicar lo que desde mi opinión es una necesidad asistencial en la atención precoz, y una posibilidad de colaborar a consolidar las aplicaciones psicoanalíticas en la atención pública. Nuestra propuesta es que, sin que sea excluyente de los tratamientos individuales, debe existir laposibilidad de proponer tratamientos de grupo familiar en aquellos casos que atendemos en los CDIAPs y que están indicados para ello.

Los CDIAPs, si los contemplamos desde el punto de vista del conjunto de instituciones públicas dedicadas a la atención a la salud mental, son una significativa excepción en cuanto a la intensidad de frecuencia asistencial que pueden ofrecer a los pacientes, en este caso a las familias. Debido a diferentes factores coyunturales, y en respuesta a las necesidades específicas de tan temprana edad de intervención, los CDIAPs podemos ofrecer habitualmente tratamientos de frecuencia semanal que, no por comunes, dejan de ser un recurso excepcional (a pesar de los casos en que esta frecuencia es claramente insuficiente).

De manera que, desde este punto de vista, es nuestra responsabilidad (como en la de cualquier centro de atención a terceros) reflexionar (e investigar) acerca de cuál es la mejor forma de usar los recursos existentes. Debemos preguntarnos cómo podríamos maximizar el rendimiento de la frecuencia asistencial de la que disponemos para cada caso particular, y decidir con qué tipo de herramientas terapéuticas y modalidades de indicación contamos para nuestra elección. En palabras de Cramer (1998): El terapeuta es un oportunista empírico: escoge las causas que puede modificar. Trata de dar con la palanca que ofrecerá menor resistencia y producirá mayor efecto. Busca actuar sobre los mecanismos que conoce y puede observar, buscando la línea de menor resistencia.

En esta propuesta de tratamiento los objetivos terapéuticos centrales son, en términos generales:

  • Optimizar la capacidad de los miembros del grupo familiar de comprender significados emocionales propios y ajenos, presentes en las interacciones del grupo familiar. Estos significados contextualizan y condicionan las atribuciones mutuas y las características de la convivencia, tejiendo la maraña de proyecciones e identificaciones que conforman y organizan el vínculo. Como mencionan Pablos y Pérez (2001): La novela familiar nos ha llevado a tener en cuenta la transmisión de los antecedentes transgeneracionales como un factor relevante. En este sentido, un objetivo central del tratamiento consistiría en aspirar a una reorganización parcial del grupo desde una clarificación que promueva la salud y por tanto el bienestar de los miembros.
  • Ofrecer un espacio de contención a través de la observación activa por parte de un profesional (conductualmente observador, interpretacionalmente activo), donde el infante y sus progenitores puedan mostrar las capacidades, las confusiones y el sufrimiento, permitiendo poner las ambigüedades bajo la luz del pensamiento, en el aquí y ahora del encuadre terapéutico.
  • Maximizar el aprovechamiento de las sesiones teniendo en cuenta los recursos disponibles, favoreciendo el proceso de cambio desde la colaboración con los progenitores en la sesión. De esta manera representan y comunican in situ, adquieren en la interacción un cierto modelaje, comprenden las diferencias y aclaran los significados con mayor exactitud y direccionalidad que en otro tipo de intervenciones (para esta franja de edad). El objetivo es favorecer cambios significativos a través de la intensificación del esfuerzo terapéutico en las sesiones, donde ni el grupo familiar ni el terapeuta disponen de tanto margen para la desidia.

Intervenir de esta forma nos ofrece una capacidad más directa de intervención sobre la organización familiar, un mayor conocimiento y más espacio para la profundización, permitiéndonos ejercer presión terapéutica sobre las resistencias al cambio de forma más consistente.

Las ansiedades, los mecanismos defensivos, la compulsión a la repetición en los niveles infantil, adulto y grupal, etc. están más disponibles, más palpables, más abordables. Trabajamos conjuntamente con los progenitores para hacernos cargo del potencial psicopatológico del infante, para podernos relacionar con él en pro de que el cambio en el desarrollo sea posible, colaborando y aliándonos con su potencial saludable de crecimiento.

Aunque la aproximación al funcionamiento del grupo familiar sea parcial, pues no tenemos la posibilidad real de comprenderlo totalmente, sí que podemos incidir sobre algunos elementos centrales que desequilibran el reparto de proyecciones y responsabilidades. Colaboramos con el grupo en la reorganización de la estructura y sus funciones, a pesar de las dudas y las esperanzas de hacia qué dirección nos llevará esta intención. 

En estas edades de atención temprana, con la potencia abrumadora que ejerce la  organización familiar sobre las estructuras relacionales en desarrollo, debemos considerar seriamente la necesidad de abarcarlas con nuestras herramientas terapéuticas más potentes: la experiencia del aquí y del ahora; la atención profesionalmente válida; la congregación de voluntades; la interpretación, clarificación e integración dentro de un vínculo terapéutico sólido... Nosotros tenemos dificultades para conocer, pero con la ayuda de los progenitores que sí que conocen intensamente a su hijo/a,  podemos intentar comprender.

Aun y así, creo que es útil tener en cuenta a Palacio (1986) cuando dice: Un niño casi nunca se presenta aislado, casi siempre forma parte de una familia. A partir de este hecho dado se puede considerar que todo lo que vive el niño y en particular todo aquello que es fuente de conflictos, está en relación con la organización familiar. Esto es verdad y, sin embargo, no es necesariamente cierto que de ese modo se vaya a tener la acción terapéutica más eficaz, más económica, y aquella que tendrá mayor importancia preventiva reuniendo a toda la familia y examinando sus interacciones.

Al elegir este tipo de enfoque psicoterapéutico, tendremos que valorar adecuadamente las indicaciones y contraindicaciones. Dando por consabidas algunas indicaciones básicas para el trabajo grupal, podemos tener en cuenta las recomendaciones mencionadas por Palacio y Knauer (2003) para el trabajo en grupo familiar:

  • La pretransferencia positiva de los progenitores hacia el terapeuta sería uno de los criterios principales para la indicación de psicoterapias breves padres-niño. Esta pre-disposición a recibir ayuda, que pre-existe al encuentro con el terapeuta, puede condicionar sobremanera la alianza terapéutica.
  • El foco psicoterapéutico consistiría en una explicación delimitada de la relación conflictiva actual de los progenitores con su hijo, a la luz de su infancia pasada y las relaciones con miembros familiares significativos.
  • Llamaríamos pretransferencia negativa a la actitud reticente de algunos progenitores hacia el terapeuta, especialmente la reticencia hacia la comprensión e interpretación de sus problemas con los niños. Estos progenitores comprenderían la actividad interpretativa como una acusación y en algunos casos como un ataque, de un modo abiertamente paranoide. Esta actitud parental estaría más relacionada con la proyección en el terapeuta de imágenes parentales negativas, con características acusatorias o agresivas. Es decir, estilos narcisistas de organización del vínculo, que predisponen a establecer resistencias al recibir ayuda, al mostrar necesidad y al colaborar en la alianza terapéutica (Martín, 2009).
  • La particular dificultad de la práctica de psicoterapias con ambos progenitores y sus hijos es que la problemática parental de cada uno de los progenitores puede tener características diferentes.

Es más, en función de las características del grupo familiar y de las capacidades de los progenitores, podemos optar por mantenernos en la posición ya mencionada de observadores activos, o podemos participar plenamente en la interacción del grupo familiar. Podemos organizar así un encuadre donde ofrecemos una experiencia terapéutica, lúdica y compartida de modelaje, facilitando la observación del terapeuta como modelo y la auto-observación de los propios progenitores en un contexto benevolente y no sancionador.

En cualquiera de estas dos opciones nos mantenemos disponibles a la interacción según la petición del infante, al igual que según la interacción que propongan los progenitores, teniendo en cuenta la enorme variabilidad  de situaciones que afrontamos en tratamientos trabajando en infancia. Ya sabemos que tanto para trabajar con niños como con familias hay que estar dispuesto a mantener una cierta flexibilidad en el encuadre, estar dispuesto a encarar imprevistos de forma más o menos habitual, apoyándonos en un consistente encuadre interno. Este ejercicio fuerza las técnicas encorsetadas y favorece nuestro crecimiento como terapeutas, reclamando el uso del sentido  común dentro de las interacciones en el encuadre psicoterapéutico. El objetivo es estar suficientemente disponibles, manteniendo los márgenes de la posición psicoterapéutica y los objetivos de trabajo.

Parafraseando a Winnicott, citado por Chiland (1996): Aquello que haga que el analista esté cómodo y que sitúe al niño en una situación cómoda y de igualdad con el analista, es conveniente.

Respetando las contraindicaciones al tratamiento en grupo, debemos reconocer que nuestro objeto de trabajo en la atención precoz es más que la sintomatología y psicopatología del infante. Debemos reconocer que trabajamos además con una organización familiar incipiente. Ésta permanece aun en crisis en el sentido bioniano (1963), en un proceso de cambio intenso y reorganización vincular no afianzados. En la experiencia grupal básica (Salvador, 2009) el camino del grupo familiar es un camino de cambio continuo, contextualizado en la llegada de nuevos miembros, y en los cambios inherentes a las diferentes etapas de desarrollo y logros evolutivos propios de la edad de los hijos: vinculación, separación-individuación, motricidad, lenguaje, simbolización, control, dominio, confianza, separación, autonomía… El objetivo del grupo es poder ejercer la flexibilidad suficiente para reorganizarse en cada etapa, haciendo asumible el proceso de cambio y el monto de incertidumbre. Siguiendo a Larbán (2005): La situación de crisis, por lo que conlleva de sufrimiento, de vulnerabilidad (brecha en el sistema defensivo), de desequilibrio y de necesidad de adaptación a un proceso de cambio, es un momento evolutivo de transición y de riesgo que puede ser fecundo y madurativo, pero también generador de patología (enfermedad). La persona en crisis, y en este caso los progenitores y sobre todo la madre, suelen estar muy receptivos ante la necesidad de cuidados, ayuda y de cambio.

Este punto de partida nos anima a asumir el reto de ejercer modificaciones preventivas y terapéuticas en el grupo familiar, que no sólo tendrían consecuencias sobre la actual situación y organización sino que mantendrían su efecto también a lo largo del desarrollo del niño y del grupo, facilitando futuros retos evolutivos. Parafraseando a Cramer (1998): Nuestra concepción de la psicopatología (y de sus causas) determina la indicación terapéutica.

Desde la atención precoz contamos con una privilegiada posición para recibir y tratar con dichas organizaciones incipientes, y por tanto contamos con una excepcional oportunidad de modificar o incidir en ellas. En este contexto asistencial, podemos contar pues con la posibilidad de trabajar en formato de grupo familiar nuclear o, como en el caso que presentamos, un tratamiento con la tríada padre-madre-hijo. Ésta es una opción más usada por autores como Palacio y Knauer (2003) o Daws (1994).

Desde la posición de observador (que modifica tanto la estructura de relación y la forma de mirarse unos a otros, como la forma de mirarse a sí mismos, y que añade un factor de estrés a la relación), el trabajo terapéutico es el de ofrecer en el valioso aquí y ahora una interpretación externa y terapéuticamente motivada de lo que está sucediendo entre ellos. Estas experiencias pueden favorecer cambios en el allí y después.

Las visitas en el CDIAP con la tríada padre-madre-hijo constituyen, como todas las psicoterapias, una situación relacional artificial, en el sentido que la generamos por vías distintas a las naturales y cotidianas: organizamos la vinculación con unos objetivos de trabajo, una comunicación (casi) unidireccional de la intimidad, una normativa clara de la forma de encontrarse (horarios, frecuencia, responsabilidades, etc.) Esta organización, artificial pero intencionalmente enfocada a facilitar la comprensión, nos permite señalar y clarificar deseos, temores y organizaciones defensivas que aparecen en sesión. Nos permite facilitar la integración de las necesidades más allá de las ansiedades y las confusiones, poniendo las capacidades de los progenitores y del grupo familiar al servicio de unas estrategias que pueden darles mejores resultados en términos de costes-beneficios, o de motivación por el esfuerzo / eficacia percibida.

Partimos de la base de reconocernos que atendiendo al infante por un lado, y a los progenitores por el otro, nos es muy difícil consensuar algunos significados complejos con ellos. Y en estas edades, en esta frecuencia de intervención, los progenitores son los auténticos protagonistas terapéuticos (aunque no siempre reciban este estatus por parte de los profesionales). Siguiendo a Chilland (1996): Buscamos un tipo de colaboración al estilo de las terapias cognitivo-conductuales: dar a los progenitores el sentimiento de que no son culpables de la enfermedad, de que son co-terapeutas. Desde nuestro punto de vista, diríamos que encarando las resistencias de los progenitores que podrían acabar siendo las protagonistas inconscientes del no-cambio, tratamos de hacer coalición con los aspectos más sanos y colaboradores de éstos. Con ellos tratamos de aclarar las culpas subjetivas, ayudando a asumir las responsabilidades y por tanto la posibilidad de modificar la propia influencia.

Nuestra intención es la de ejercer algo beneficioso para el grupo familiar como usuarios del servicio, para uno mismo como profesional y para la propia institución y marco teórico: hacer viable en la atención pública la aplicación de los conocimientos del psicoanálisis, pudiendo combinarlos responsable y decididamente con todas las herramientas pedagógicas, educativas, cognitivas y conductuales que nos sean útiles. Nuestro objetivo más importante no es el de defender una técnica por delante de un caso, ni un paradigma por delante de una realidad asistencial; nuestro objetivo es el de poner en primer plano lo que es realmente central en nuestra tarea profesional: ayudar.

En el caso que expongo a continuación, tratamos de asumir el reto de una comprensión más profunda de la situación, con la voluntad de que estas sesiones sirvieran para modificar en el grupo familiar la forma fragmentada y parcial de entender las características de Mauro. Con ello pretendíamos aclarar los significados, las atribuciones erróneas y confusas y, por tanto, modificar las pautas de reacción o de configuración del grupo familiar alrededor suyo. Si efectivamente éste acababa siendo el resultado de nuestra intervención, probablemente favorecería una progresión distinta de Mauro en su camino evolutivo, y disiparíamos la duda que tan frecuentemente enfrentamos cuando a edades tan precoces tratamos de realizar el diagnóstico diferencial entre Trastornos Graves de la Regulación, y Trastornos Multi-Sistémicos del Desarrollo (TMSD, en NCCIP, 1998).

 

Caso Clínico

El material clínico corresponde a una familia compuesta por seis miembros: padre, madre y cuatro hijos.

Mauro, el hijo más pequeño, realizaba un seguimiento con una fisioterapeuta del equipo, especialmente sensible a las ansiedades y sufrimiento mental presente en los niños y en las familias, la cual valoró la necesidad de trabajar con ellos desde un espacio de intervención psicológica. La convicción por parte de esta compañera, insistente y poco conformista, ejerció la suficiente demanda a la institución como para facilitar la re-valoración y re-diagnóstico del caso. Finalmente, este proceso llevó a la organización de un abordaje psicoterapéutico de grupo familiar, a pesar de que inicialmente sólo el sufrimiento del hijo cursaba con sintomatología explícita.

En el momento de iniciar las observaciones Mauro mostraba baja tolerancia a la frustración y dificultad para establecer la relación de forma afectiva y continuada. Generaba rabietas incontrolables e inconsolables, pegaba, mordía, e incluso mantenía el llanto y los gritos tardes enteras, de manera que el ambiente de convivencia familiar era francamente insostenible. El sufrimiento que Mauro expresaba llenaba de preocupación a los progenitores e inundaba la mentalidad grupal de emociones relacionadas con la tristeza, el enfado, la culpa, el resentimiento…

Mauro, de dos años de edad, tenía dos hermanos de ocho y tres años, y una hermana de seis. Los progenitores, de nivel socioeconómico medio-alto, observaban con preocupación las dificultades de su hijo, generando múltiples fantasías temerosas acerca de la existencia de daños cerebrales. Mauro sufrió una afectación vírica a los siete meses de edad, de la que estaba neurológicamente recuperado, no presentando secuela alguna. Pero esta experiencia traumática para el grupo despertaba muchas fantasías y rememoraciones cuando los progenitores observaban aspectos en los que los hermanos habían funcionado más ajustadamente a la edad de Mauro.

En el proceso de re-valoración hubo que abordar las dudas diagnósticas y pronósticas existentes:

  • Observamos rasgos de Trastorno Multi-Sistémico del Desarrollo, es decir, sintomatología del orden de los Trastornos del Espectro Autista (T.E.A., Wing, 1995).
  • Manteníamos un seguimiento acerca de su estado psicobiológico estando a la espera de la valoración de posibles alteraciones en su EEG, como posible explicación etiológica de su conducta, quedando pendientes de la exploración neurológica y los controles neuropediátricos necesarios.
  • Identificamos particularidades del grupo familiar en cuanto a la gestión emocional y organizacional, que sugerían entender la sintomatología de Mauro como una comunicación emergente del conflicto grupal de base.
  • Las ansiedades y sistemas defensivos que mostraba Mauro hacían pensar en juegos de proyección e identificación, implicando un componente de comunicación de la dinámica relacional subyacente al grupo familiar (Selvini, 1990).

Teniendo en cuenta estas impresiones, preparamos una primera devolución a los progenitores. Dadas las capacidades y salud mental de ambos progenitores, la posibilidad real de mentalizar a los demás hermanos en el tratamiento (incluyéndolos a través de las reflexiones y la percepción de las diferentes cualidades del vínculo) y una clara pretransferencia positiva en el momento de la indicación, optamos por la vía de indicar un tratamiento de la tríada Padre-Madre-Hijo.

Organizamos unas primeras sesiones sólo con los progenitores para ofrecerles una devolución más extensa, iniciando con calma el proceso de elaboración del diagnóstico y la incertidumbre asociada. Esto nos permitió explicar adecuadamente la indicación y la forma en que trabajaríamos y, finalmente, explorar con más detalle la anamnesis de la familia extensa (aspecto que suele ser deficitario en las primeras entrevistas estándar). Explorar esta red de relaciones más extensa, explorar la historia y, por tanto, la identidad del grupo familiar, no sólo nos da una muy valiosa información para comprender las dinámicas del grupo familiar nuclear, de aquello que condiciona el vínculo y lo enmarca, sino que también da un mensaje muy claro a los progenitores acerca de qué es aquello en lo que nosotros estamos interesados; queremos conocer los cimientos que sostienen y conforman la experiencia grupal básica.

Estas primeras sesiones preparatorias, respetando la prioridad de establecer y fortalecer el vínculo terapéutico, nos permitieron iniciar el proceso con tiempo, conociéndonos, estableciendo no verbalmente a través del encuadre una preferencia por desarrollar la confianza mutua que nos permitiría encarar juntos el proceso terapéutico. En este espacio recogimos las dudas y propusimos el intercambio de información. Un elemento interesante es el de indagar qué explicación, qué es lo que piensan los progenitores que significa el síntoma de su hijo/a.

Esta franja del tratamiento combinaba, pues, una clara intención psicoterapéutica y también pedagógica.

El componente pedagógico incluía cimentar una base conceptual y exposición lo más claras posible acerca de qué entendíamos de las características de Mauro, qué conocíamos y qué no conocíamos aún y, si era necesario, qué no podríamos conocer. Incluía aclarar qué es lo que esperaríamos para su edad, qué es lo que entendemos por factores de riesgo y factores de protección y cuáles son los que habíamos identificado. Incluía, por supuesto, estar dispuesto a sostener y tratar de dar respuesta adecuada a las preguntas y demandas de los progenitores incluso cuando ésta fue la de reconocer que no teníamos respuesta. Lo que va a dar confianza al grupo familiar no es un terapeuta omnipotente ni omni-seguro, sino un terapeuta franco, capaz de reconocer sus límites y capaz de transmitir que está dispuesto a esforzarse para que las cosas cambien y vayan a mejor.

El componente psicoterapéutico incluía no sólo el proceso de diagnóstico, devolución, e indicación de tratamiento, sino también el de comunicar una primera interpretación de las características dinámicas que sostenían y condicionaban la conducta de Mauro en el marco del funcionamiento familiar. Aclaramos a los progenitores que junto a los síntomas que delataban y comunicaban  dificultades en el desarrollo, pensábamos en un buen índice pronóstico: creíamos que íbamos a poder intervenir sobre las bases emocionales de su conducta, dando así una hipótesis etiológica de su sintomatología, en este caso una patología de conflicto más que de defecto.

A partir de estas primeras sesiones, el tratamiento lo organizamos en una secuencia clara: alternamos dos sesiones con la tríada Padre-Madre-Mauro, y una sesión sólo con los progenitores. Esta secuencia se repetía periódicamente. En las sesiones de grupo familiar (tríada), el psicólogo se ubicó como observador activo.

Aquí en sesión tanto los progenitores como Mauro, a través de la mirada y la función de metabolización del terapeuta, dedicaron tiempo y esfuerzo a pensar y vivir lo que sucedía entre ellos de forma más afinada, con el objetivo preestablecido de aclarar confusiones y profundizar en la comprensión de las comunicaciones de Mauro. Aquí generamos la posibilidad de que pudieran regular su relación en un distinto marco normativo de las interacciones, en el que trataran de sintonizar más auténticamente con la realidad emocional de cada uno, de manera que pudieran elegir relacionarse de forma más ajustada a las características mutuas. El objetivo base era, pues, el de que se conocieran mejor para que pudieran elegir con mayor libertad.

A la primera sesión de tratamiento, Mauro llegó llorando. Lo hacía con tal intensidad que lo oía llegar desde la calle.

Mauro llega inconsolable y desesperado. Los progenitores me explican que está así desde que lo han ido a buscar a la Escola Bressol. Los tres parecen sentirse frustrados y enfadados porque otra vez no han podido ayudarle a salir de este estado de sufrimiento y desasosiego. Mauro llega cansado. Los progenitores llegan deseando aclarar qué sucede y fantaseando con encontrar una forma que les permita ayudarle como desean; están cansados, aturdidos y algo tristes. En estos momentos Mauro no puede ni jugar ni relacionarse, permanece tumbado panza abajo en el suelo llorando entre gritos y pataleos. Los progenitores se sientan en las sillas de los adultos, frente a la mesa de mi despacho, tratando de explicarme su sentimiento de impotencia haciendo referencia a que nada sirve; yo trato de escucharles aunque a duras penas lo consigo entre tanta expresión angustiante de Mauro, entre tanto grito que ensordece los oídos a las palabras…  que son las que nos pueden ayudar a entendernos. A ratos nos quedamos en silencio mientras Mauro sigue con su griterío angustiante, inconsolable y desconsolador.

De esta manera, se muestra incapaz de establecer relación o de interesarse por los juguetes disponibles. Impulsivamente se abalanza y busca el contacto corporal de la madre, pero en general rechaza las aproximaciones, abrazos, consuelos y caricias de los progenitores de inmediato. Llora con tal intensidad que nos hace sufrir por su estado mental y por el estado físico de su garganta. Yo me siento francamente angustiado e impotente, incapaz, comprendiendo así contratransferencialmente a los progenitores. He de realizar un considerable esfuerzo de contención inhibiendo el impulso a actuar e intervenir, asumiendo que, no verbalmente, estoy proponiendo un modelo de identificación para los progenitores. Deseo poder ayudarles a los tres y estoy dispuesto a pensar e indagar acerca de lo que sucede, pero siento a Mauro ciertamente muy solo, parcialmente abandonado en su reclamo hiperbólico, sin manual de instrucciones. Está tratando de que se le cuide y atienda, pero al mismo tiempo rechaza todo intento de atención y vinculación. Mauro permanece llorando en el centro del despacho, a cierta equidistancia de los progenitores y al alcance de éstos si estiran los brazos; no se enclaustra lejos de ellos. No me parece aislado del mundo, renegando de la realidad; me parece que sufre y trata desesperadamente, igual que los progenitores, de encontrar una forma de entenderse. Cuando trato de interpretar esta situación, cuando trato de recoger aquello que me explican, hago referencia a las dificultades de Mauro, a lo mal que se lo está pasando ahora con nosotros. También menciono, en voz lo bastante alta como para que me oigan los tres, que a pesar de tanto malestar Mauro no se desorganiza, llora en el suelo pero lo hace entre papá y mamá, en dirección a nosotros; no lo podemos calmar pero podemos acompañarlo en un momento así de difícil, podemos permanecer a su lado, podemos seguir intentando entender qué nos está diciendo acerca de todo lo que sufre, etc. Pero Mauro no se descontrola, no se desorganiza en un exceso de confusión, de indiferenciado sufrimiento o desligada ansiedad. No curva la espalda hasta notar la resistencia de la columna, no muestra estereotipias, aleteos o perseveraciones sensoriales, no golpea su cabeza para contener el sufrimiento localizando un dolor físico, ligándolo, ubicándolo y contextualizándolo. No incrementa su desmanejo hasta el límite ni cede exhausto. Mauro expresa su sufrimiento intenso pero estable, punzante pero organizado. Este llanto inconsolable no se da en una desorganización mental–relacional–corporal.

Mauro se va calmando a ratos, como si quisiera escuchar algo más claro lo que digo o lo que hablamos con los papás, pero acto seguido vuelve al llanto.

No obstante, tras un rato en que en lugar de dejarnos llevar por la desesperanza, la hostilidad, o la angustia, seguimos hablando tratando de contenernos y contenerle, de repente Mauro calla, alza sutilmente la mirada, me observa unos segundos… y sigue llorando a todo volumen.

Creo que Mauro, relacionado y atento al ambiente que le rodea, me mira casi por primera vez en la sesión con tal intensidad, explorando y tratando de entender cuál es mi expresión en ese momento. Como poco me ve atento, pendiente, disponible, dispuesto a hacer un esfuerzo…

Esta realidad vincular que muestra en sesión la comentamos con los progenitores y con Mauro en ese mismo momento, yendo a la caza de señalar la comunicación a través de la organización del vínculo, tal y como en la intervención en adultos iríamos a la caza de la interpretación. Esta herramienta de presente, de directo, de actor que interviene desde una posición terapéutica, los anima en parte a recuperar algo de esperanza frente a la indefensión aprendida con la que llegan, experienciando juntos que este sufrimiento y comunicaciones de Mauro no son algo impensable, incomprensible, descontextualizado o fuera de su alcance.

Como elemento central para realizar el diagnóstico diferencial entre TMSD y Trastornos Graves de la Regulación a esta edad, debemos discernir la consistencia con la que existe la representación mental del otro y de sus características afectivas; hasta qué punto se halla estructurada en el infante la capacidad de fantasear sobre los contenidos mentales del otro diferentes de los propios (objetos 2D-objetos 3D), y la intensidad y continuidad de la capacidad de mantenerse vinculado en un contexto social. Siguiendo a Stern (1997): En estas edades la presencia de intersubjetividad se puede observar de manera regular en forma de referencia social, de alineación a los afectos, de capacidad de atención conjunta, de lectura de las intenciones del otro, y adopción de una postura intencional.

En sesión, muy inicialmente, ya observamos en Mauro claros indicios de una capacidad de interesarse por el mundo a través de su forma de mirar, su forma de observar sutilmente atento a su alrededor, de su exploración curiosa de la expresión facial de los progenitores, de sus reacciones tanteando mis características (que inicialmente le eran ajenas), de su tendencia a buscar una posición entre los progenitores y la puerta quedando más lejos de mí, de su cierta intención de afectar o penetrar o investigar las cualidades de nuestro estado mental a través de la proyección comunicativa. Ya desde el principio Mauro nos mostró aspectos consolidados de la persistencia del vínculo en él, que decantaron el diagnóstico a una menor gravedad que la del TMSD.

Observamos también claros síntomas de claudicación familiar en la organización del vínculo, de desesperanza, de indefensión aprendida (Seligman, 1983) frente a la desregulación de las interacciones.

A lo largo de las sesiones siguientes, menos dramáticas que esta primera, Mauro mostró una clara necesidad de tener en su poder un objeto sólido, duro, una moto que traía de casa y que no era sustituible por ningún otro objeto. Traía consigo, además, un chupete que usaba de modo indiscriminado y que debía permanecer en su poder o en su boca de forma constante; no aceptaba que la guardaran los progenitores, y reaccionaba hostilmente si así lo intentaban. No sin esfuerzo se las arreglaba para metérsela en el bolsillo del pantalón, donde permanecía... siempre disponible.

De hecho, ya en las primeras sesiones eligió un objeto del despacho con el que relacionarse también con tal estructura: una ambulancia de juguete. Necesitaba retenerla, la mantenía a toda costa agarrada con su mano, sólo podía soltarla brevemente si estaba a su alcance inmediato (siempre más cerca de él que de cualquiera de los progenitores). No confiaba en que el padre no intentara quitársela, no confiaba en que si los progenitores la cogían la ambulancia pudiera volver con él. Es decir, temía incursiones invasivas de los progenitores en contra de sus necesidades, y se protegía de estos temores organizando un sistema defensivo de fantasía de control omnipotente de la realidad, en la línea retentivo-hostil. Con ello trataba de ejercer una gestión de la propia ansiedad a través del control de por ejemplo, un objeto externo que más que recordar al estilo de vínculo con el objeto autista desprovisto de significados, parecía estar más en la órbita de un objeto incluido en la organización del vinculo intersubjetivo y con contenido simbólico: es deseado por varias personas y debe ser defendido de las voraces manos que merodean a su alrededor; la ambulancia, este objeto que sana, que protege, que transporta y forma parte de un proceso de transición, que acoge aspectos de sufrimiento en su interior…

El interés por objetos sensoriales, fríos y sólidos, podemos entenderlo a menudo como indicativo de posibles dificultades de relación de mayor gravedad. Este tipo de uso de los objetos, desafectivizado, desprovistos de representación emocional, en último termino organizados con el propósito de mantenerlos libres de conflicto y de vinculación triádica, objetos con los que el niño interacciona sensorialmente (todos los objetos reales son objetos sensoriales; la cualidad de la vinculación con ellos es lo peculiarmente sensorial), podrían llevarnos a engaño si nos centramos meramente en su descripción superficial, en la observación externa concreta.

Mauro nos mostraba en sesión una necesidad imperiosa y compulsiva de control, un impulso de retener el objeto mucho más que de confundirse con él adhesivamente. Lo cogía, lo guardaba a su lado, pero casi no se quedaba absorto en él, no fijaba la mirada, no se vertía y se perdía en él, no fragmentaba su percepción interesándose en algún elemento diferenciado del resto, no quedaba ausente de la realidad relacional y conflictuada de su alrededor, no obviaba el resto de objetos disponibles, no implicaba un ataque al conocimiento y a la percepción…

Cuando la madre o el padre trataban de coger esta ambulancia, en su deseo de ayudar a Mauro a flexibilizar en la interacción con los demás, se confirmaban para él los temores de estar expuesto a un expolio, de ser sometido a voluntades y necesidades ajenas que dañaban y erosionaban sus propiedades, las cuales representaban por entonces la única posibilidad mentalizada de saciar aquello que sentía como amenazantes vacíos interiores.

Su interés no dependía pues de la fusión de características autísticas con un objeto, negando la diferenciación, confundiendo los límites corporales y mentales, alterando el vínculo con la realidad y el egocentrismo fisiológico.

Este tipo de conductas eran interpretadas desde el grupo familiar como una actitud sancionable de egoísmo y hostil abandono de la preocupación por  las necesidades de los demás. Entendían los progenitores que su función protectora y educadora consistía pues, lógicamente, en tratar de transmitir a su hijo los valores superiores y evolutivamente valiosos del compartir, de la empatía y el cuidado del otro, del respeto a la alteridad, deseando facilitarle un más sano ajuste a la realidad y mayores oportunidades en su desarrollo.

Y es que lo que habitualmente nos encontramos a la hora de trabajar con familias en estas edades no es a unos progenitores desinteresados sino a unos progenitores con perspectiva, organización y estructuración mental adultas, a los que se les hace difícil sintonizar, identificar las necesidades y organizaciones de características infantiles, sin ceñirse a enseñanzas morales o caer en confusiones interpretativas. En tales circunstancias puede ser útil la figura de un profesional que permita traducir, trasladar las comunicaciones, ejercer de canal de comunicación abierto entre ambos niveles de vida mental, facilitando el contacto más ajustado con las necesidades del infante. El objetivo es que los progenitores puedan ejercer el esfuerzo y el uso de las propias capacidades de forma más ajustada a la situación real de convivencia con la que trabajan; el objetivo es aumentar su eficacia, y por tanto favorecer la confianza mutua y la consecuente esperanza que se vierte poco a poco sobre el futuro común.

Como decía, a través de este esfuerzo de clarificación y gestión de la comunicación entre el aparato mental adulto y las actuaciones comunicativas infantiles, pudimos poner en claro en las sesiones de atención a la tríada que esta conducta de Mauro respondía a un mecanismo defensivo: una herramienta de gestión de la ansiedad.

Frente a las arcaicas (y por ello potentes) ansiedades infantiles organizaba un primitivo sistema defensivo en el que trataba de controlar al objeto. Mauro no necesitaba realmente del objeto en sí: el control del objeto era el fin en sí. Cuando a través de la experiencia compartida entre Mauro, progenitores y psicólogo, en el aquí y ahora de la sesión, en la experimentación y la puesta a prueba de la realidad, cuando la capacidad pronóstica confirmó ciertas interpretaciones… fue entonces cuando el significado de la conducta de Mauro pasó a ser otro para los progenitores; cuando cedió el canal anterior de comunicación deteriorado por una sostenida experiencia de desencuentros, y permitió explorar nuevas oportunidades; cuando pudimos ser partícipes y casi protagonistas de cómo el grupo dominado por la desesperanza pasó a asumir la responsabilidad esperanzada de entender y por tanto aproximarse, fortalecerse, atreverse, crecer.

Esta nueva forma-de-estar-con (Stern, 1997), esta nueva forma de mirar, ayudó a los progenitores a estar ubicados y a acompañar a Mauro para que se ubicara en el trato con sus propias necesidades. Congregando los deseos de ayuda y desplazando los rencores acumulados, estos progenitores suficientemente competentes pasaron a reorganizarse para facilitar a Mauro, sin indicación del psicólogo, sin propuesta directa en tratamiento, oportunidades para que usara éste y otros objetos con el objetivo de mantener el sentimiento de seguridad y de control de la situación. Los progenitores pudieron acercarse así a un aspecto central y actual que bloqueaba algunas capacidades del hijo, y trasladaron la experiencia del aquí y el ahora con un objeto anecdótico (ambulancia) a otras situaciones y objetos más significativos en la vida cotidiana, en casa, en la relación con los hermanos, etc. En tratamiento pudimos pensar y verbalizar que esta necesidad, temporal y reiterativa a lo largo del desarrollo, permitiría a Mauro organizar otro tipo de conductas y vínculo desde la base de esta seguridad en construcción.

El sistema de pensamiento grupal ya no se decantaba en localizar un depositario estable de la hostilidad y la culpa desorganizadora correspondiente, sino en reconocer las ansiedades que forman parte de la convivencia, como son los celos y envidias inherentes al vínculo entre hermanos. Los progenitores generaron así sus propios recursos en el día a día que, a partir de entonces, fueron trayendo a sesión para informarme y parece que para asesorarse. Este proceso de promover conocimientos más ajustados permitió a los progenitores ejercer de forma más autónoma, más libre, menos condicionada, sus deseos de ayudar a crecer a su hijo (que por otra parte se mostró capaz de aprovechar rápidamente lo que se le ofrecía).

Mostraré algunos ejemplos de cómo los progenitores decidieron utilizar el conocimiento más ajustado de la comunicación sintomatológica de su hijo en aplicaciones cotidianas, para promover sus capacidades y permitir una reorganización del vínculo en la convivencia diaria.  

En sesión hablamos y remarcamos la baja tolerancia a la frustración que mostraba Mauro, y su necesidad consecuente de organizar recursos defensivos primitivos para protegerse del sufrimiento, para gestionar esta dificultad propia. El uso del chupete se pudo sopesar en su vertiente de objeto transicional inicial pasando los progenitores a gestionar el uso de este objeto como herramienta que facilitara a Mauro la gestión de la ansiedad al encarar procesos de cambio o separaciones. Pero siendo conscientes de que podían exigirle desarrollo, con más confianza en sus capacidades de base, le animaron a ir abandonándolo, a hacerse más autónomo respecto a esa estrategia. Lo animaron a crecer y a asumir el uso de herramientas más evolucionadas y por tanto más eficaces; le animaron a usar las capacidades para encarar y gestionar la ansiedad de forma progresiva.

Los progenitores decidieron también modificar el orden en el que iban a buscar a los hijos a la escuela. Hasta entonces Mauro era el último en ser recogido teniendo en cuenta que lo habitual era que reaccionara al encuentro con el grupo familiar con llanto y sufrimiento, de manera que se organizaban así para no alargar dicho malestar ni condicionar el encuentro con el resto de hermanos. Pero de esta manera, para cuando los progenitores y los hermanos (más mayores) llegaban a buscarlo, ya estaba efectivamente nervioso y frustrado, tras la espera demasiado extensa, estableciéndose además una inercia de hostilidad de los hermanos hacia Mauro que casi provocaban su malestar, al serles difícil comprender su reacción. Winnicott señala: La agresividad del niño poco reconocida y mal aceptada, tiende a engendrar en el niño una culpabilidad muy grande y conflictos con la afirmación del self vivido como agresividad.

Cuando en el grupo familiar el sufrimiento no se interpreta adecuadamente se generan dinámicas confusas, y la hostilidad que generan las proyecciones defensivas puede facilitar la aparición de mecanismos, sutiles pero efectivos, que mantienen la estabilidad del sistema proyectivo familiar. En este caso, los hermanos con sus provocaciones sutiles, los progenitores con su inercia y su permisividad pasiva, y Mauro con su tendencia a la descarga desesperanzada, facilitaban la permanencia del síntoma: Mauro se echaba a llorar nada más salir de la escuela, confirmando las dificultades propias y dejando poco visible la organización familiar que llegaba pre-estructurada.

A raíz de este cambio que implicaba la modificación intencional, activa, deliberada y definida por objetivos progresivos, Mauro al salir de la escuela pasó a enfrentar una situación menos frustrante. En ella, el grupo familiar se pre-estructuraba en una función central de cuidado y atención, en la que a través de la comprensión (deseo) reorganizaron la forma de encontrarse: iban a buscar a Mauro primero ayudándole a despedirse de la escuela y facilitando el encuentro progresivo con los hermanos. Algo sencillo de modificar en términos cronológicos implicaba, en un nivel más profundo, un cambio de dinámica familiar desde una estructuración defensiva en que se trataba de evitar el sufrimiento, a otra más constructiva y realista en el que se trataba de acompañar en el sufrimiento cuando las características del desarrollo así lo requerían. Los progenitores trataron de frenar estas sutiles hostilidades de los hermanos que, siendo más mayores, podían asumir con mayores garantías el reto de tolerar la frustración de la espera; dada esta nueva organización pudieron asumir autónomamente el deseo de ayudar a su hermano más que el de permanecer en el enfado. El cambio real no fue el cambio en el orden; lo fue el cambio en la dinámica del grupo familiar que subyacía a ese orden.

Los progenitores comprendieron que esta demanda de cierta exclusividad, esta exigencia de recibir determinadas atenciones o concesiones, era una demanda que Mauro realizaba intensamente pero que expresaba torpe e inadecuadamente. Una necesidad que, temporalmente, requería de cierta atención especial.

Los progenitores, gracias a la experiencia de la mejora, gracias a la experiencia de la efectividad de los esfuerzos que realizaban, asociaron algunas tendencias de Mauro con las características de organización del vínculo que se daban en la familia:

La madre cuando llegaba a casa, culpabilizada por no atender suficientemente a los hijos, acusándose de dedicarle excesivas atenciones a su vida laboral, trataba de ofrecerse como constantemente disponible. En este contexto, los cuatro hijos batallaban continuamente, luchando desesperadamente por su atención, indiscriminadamente, en una especie de acuerdo no verbal entre todos ellos acerca de que quedar excluido o desatendido era un terrible peligro del que había que escapar para protegerse. Ante tal intensidad de demanda, la madre quedaba abrumada y sobrepasada, no pudiendo hacerse cargo de la situación, y por tanto acumulando una mayor cantidad de fantasías de culpa, sentimiento de fracaso y sinsabor en la relación con sus propios hijos.

En este contexto, se añadía un aspecto de autoexclusión del padre, que quedaba desatendido y desubicado, y que parcialmente colaboraba con esta fantasía grupal de establecer una dicotomía estricta entre vinculación y exclusión, dado que como padre normalmente no encontraba espacio para ejercer su función como sustituto adecuado de una madre tan solicitada. El padre tampoco ponía un límite claro a esta vorágine competitiva, no marcaba el límite entre el juego relacional de competencia de los hijos por la atención materna; quedaba así desdibujada la realidad jerárquica intergeneracional en que el padre, ante situaciones de confusión o de exceso, puede poner unos límites adecuados disolviendo estos torbellinos de demanda. En tal situación, hasta el momento de llegar al tratamiento, Mauro sólo podía competir con las comunicaciones de sus hermanos, más mayores, a través de la sintomatología abierta, desarrollando dificultades de contención emocional lo bastante llamativas como para hacerse visible de entre otros miembros más competentes.

Trataron entonces de organizar las rutinas de modo más claro, secuenciado, diferenciado y definido. Trataron de modificar la organización de algunos cuidados, de manera que por ejemplo, cuando era posible, trataban de bañar a los hijos pequeños uno a uno, facilitando que dispusieran de más espacios de exclusividad. Esta organización implicaba ofrecer experiencias de tolerancia a la frustración (espera), y la constatación de que la exclusión no era algo catastrófico que había que evitar a toda costa sino una experiencia cotidiana asumible y digerible que formaba parte del crecimiento.

Les comunicaron además los límites de forma algo más clara. Hasta el momento del tratamiento, todo aquello que Mauro deseaba de su hermana, lo pedía, lo exigía, lo robaba, lo lloraba, lo gritaba… así que los progenitores, cansados y desesperanzados, habitualmente se lo daban. Perpetuaban así el círculo que confirmaba la fantasía de que el estado de necesidad (en general, al igual que la exclusión en particular) no era soportable. Representaba por tanto un estado que era imperativo evitar.

Más tarde, con más conocimiento mutuo, trataron de que Mauro dispusiera de experiencias claras en las que había cosas que no eran suyas y que esto era soportable. Sucedía que los juguetes de todos los hijos eran comunes y se disponían en cajas a las que todos tenían acceso. Esto prolongaba la experiencia de competencia descontrolada y era una representación similar a la demanda que hacían los hijos sobre la madre, como recurso limitado al que todos trataban de acceder sin capacidad de autocontrol o de organización grupal. Los progenitores decidieron mantener algunos juguetes como comunes y otros los organizaron en cajas que pertenecían a cada uno de los hijos. Con esta separación de los juguetes, con esta diferenciación implícita en la organización, respetando aspectos de exclusividad y de comunidad, se aclaró un poco más esta dinámica grupal y se favoreció un mejor funcionamiento no sólo de Mauro sino también del resto de los hermanos.

Todos estos cambios, y otros que no incluyo aquí, los decidieron, pensaron, elaboraron y ejercieron los progenitores en paralelo al proceso terapéutico. Este mejor uso de una capacidad grupal preexistente al tratamiento pasó por sesión para ser comunicado al terapeuta, con la intención de consultar posibles confusiones o para consolidar la percepción de las nuevas capacidades. No es el terapeuta el encargado de elegir la organización física del hogar familiar, ni la identidad e ideología del grupo familiar, ni de decidir qué significan la equidad o la justicia en el reparto de los recursos. El terapeuta familiar no debería confundirse y creerse depositario del saber y sabiduría acerca de cuál es el estilo familiar adecuado; aún y así realizamos sugerencias y valoramos posibilidades.

Pudimos entender que el antecedente de patología física de Mauro a los pocos meses de edad, generó en su momento un terreno fértil a la proyección de temores, congregación de recelos, instauración de privilegios y por tanto acumulación de resentimientos en el grupo familiar. Éste, quedaba así condicionado por un movimiento defensivo que tenía que ver con la culpa y con la reparación, con la lástima, que inhibía aspectos sanos de la diferenciación, del poner en marcha límites adecuados entre los hermanos, y entre las generaciones, y en que la exigencia sana de desarrollo y la confianza en las posibilidades evolutivas pudo quedar mermada.

De este modo unos progenitores capaces, cariñosos, dedicados, esforzados, dispuestos a sacrificar aspectos de sus áreas personales en pro de la crianza de los hijos, vieron deterioradas algunas de sus capacidades absortos en un juego relacional arcaico que les era difícil de modificar. En este amalgama de variables era difícil diferenciar claramente las dificultades propias del infante, de las características específicas de los potentes escenarios narcisistas de la parentalidad (Manzano, 1998) que se representaban en las dinámicas familiares (especialmente permeables a las dificultades de Mauro). Estas escenificaciones están constituidas, siguiendo a Manzano, por cuatro elementos esenciales: A) Proyección de los progenitores sobre el hijo/a, B) Identificación complementaria de los progenitores C) Una finalidad específica, o realización de una satisfacción de naturaleza narcisista, y D) Una dinámica relacional actuada, interaccionando los actores en una escenificación real, más allá de la fantasía.

Todos estos fenómenos de escenificación narcisista forman parte de la evolución normal de la parentalidad; cuando no son excesivos en sus características especiales, los niños se desarrollan sin problemas. En los casos “patológicos”, el niño va a reaccionar a esas escenificaciones adaptándose en función de sus pulsiones y necesidades, sea asumiendo mientras puede el rol que le es asignado, con posibles trastornos más tarde, sea rebelándose porque se siente abandonado… dado que la relación con él realmente no existe o existe poco, dando eventuales síntomas en consecuencia.

Así pues, teniendo en cuenta esta mirada a los grupos familiares, en sesión trabajamos además de con las características y comunicaciones de Mauro, con los deseos y los temores de los progenitores, con sus fantasías y sus organizaciones defensivas, con sus interpretaciones acerca de la realidad, con su historia personal, su identidad y sus estilos personales. Contamos entonces con la valiosa oportunidad de señalar cuáles son las reacciones reales de Mauro aquí y ahora, en su interacción con la organización del vínculo propia de los progenitores, infiriendo su significado desde el punto de vista de un tercero ajeno al grupo familiar, interesado aunque más imparcial, con conocimientos evolutivos específicos y experiencia clínica, que está dispuesto a, sincera y dosificadamente, comunicar aquello que les ayude a entenderse los unos a los otros.

 

Conclusiones

El terapeuta familiar puede ser un profesional interesado en los procesos psicoterapéuticos, en los procesos dinámicos de grupo y de cambio, y en el bienestar propio y ajeno, que trata de comprender las características y estilos de un grupo familiar. El trabajo que le ocupa es el de interpretar frente al desconocimiento, aclarar desde la perspectiva de un tercero observador las confusiones de los participantes de la dinámica familiar, y de acompañar y fortalecer los procesos grupales ayudando a que el grupo familiar haga uso de los recursos de los que pre-dispone antes de llegar a tratamiento. Realiza funciones de acompañante y de catalizador.

Hay familias que tienden a sentirse invadidas por la intervención terapéutica; otras tenderán a pedir del terapeuta que asuma funciones que exceden sus posibilidades (“díganos qué es lo que hemos de hacer”). Al final, uno de los principios terapéuticos claves es mantenernos fiable y sólidamente, con capacidad de resiliencia, en una postura terapéutica, con las limitaciones que ésta implica, y con las capacidades y posibilidades que ésta implica.
 En el espacio terapéutico reflexionamos acerca del grupo y del modelo de vinculación que se nos presenta tratando de comprender su forma de gestionar la relación con el mundo. Este conocimiento nos permite focalizar los objetivos del tratamiento respetando la responsabilidad de cada familia de elegir su estilo de organización de la relación, las preferencias en educación, los principios centrales que organizan la convivencia… mientras no excedan unos márgenes razonables y de sentido común.

En un corto período de 8 meses (unas 25 sesiones) Mauro mostró un cambio significativo en la capacidad autónoma de gestionar la ansiedad. Al finalizar tratamiento, y a pesar de los resultados positivos de la exploraciones realizadas desde neuropediatría, mantenía una tendencia más o menos evidente a gestionar el vínculo y la incertidumbre con mecanismos defensivos en la línea del control omnipotente; estas estrategias defensivas le llevaban a mantener una cierta rigidez en la secuencia de juego que realizaba en sesión, y aunque no llegaban a ser ritualizados (en el sentido de estereotipados), sí que requerían de un orden estable que él mismo se encargaba de que los demás respetaran. Pudo renunciar al chupete durante las sesiones: lo guardaba, no sin cierta negociación, en el bolsillo de su chaqueta (algo que no es él pero es un poco él, de su propiedad). Utilizaba por ejemplo la ambulancia como un objeto que despertaba un interés especial, que le daba cierta seguridad, pero del que podía desprenderse, que podía compartir, y con el que podía interaccionar con sus progenitores en una estructuración de juego simbólico compartido.

Mauro necesitaba tener más esperanza acerca de que podía ser entendido y soportado, de que podía ejercer sus capacidades de otro modo, con otras formas de tratar de alcanzar sus objetivos y sus necesidades vinculares; necesitaba ser mirado y mirarse como competente, capaz, válido. Los progenitores necesitaban tener la esperanza de que podían tratar de entender a su hijo, de que existía una vía de pensamiento y no de actuación a través de la que acercarse de otro modo a él. Los tres realizaron en tratamiento una pequeña experiencia relacional alternativa.  Por muy obvio que sea, no podemos olvidar ni minusvalorar la necesidad de infundir esperanza realista en los grupos humanos, especialmente en aquellos que la han visto deteriorada por demasiadas experiencias de pérdida. Las familias pueden llegar a nuestro servicio con intensas cargas de culpa difíciles de aclarar y reparar (de ahí nuestra máxima de no culpabilizar todavía más a los progenitores). Muy habitualmente llegan también con una amplia experiencia que confirma la desesperanza, con la pasividad y la inercia que estructuran y confirman una sintomatología. En tales circunstancias se requiere o se puede aprovechar el recurso terapéutico para que ejerza de punto de inflexión, de palanca en la que se apoyen las fuerzas del grupo para convertir una dinámica familiar confusa, poco a poco y con esfuerzos direccionados, en una dinámica familiar progresivamente más clara, más capaz, más efectiva y con mayores posibilidades de adaptación.

Desde el punto de vista del grupo familiar, seguimos a Meltzer y Harris (1989), cuando dividen las funciones emocionales de la familia entre:

  • Funciones emocionales proyectivas: Suscitación de odio, siembra de desesperanza, emanación de angustia persecutoria, creación de mentiras y confusión. Con éstas, la familia se desestructura y aparece la patología en el seno del grupo.
  • Funciones emocionales introyectivas: Generación de amor, fomento de la esperanza, contención del sufrimiento depresivo, pensamiento/sinceridad. Cuando el sistema parental se hace cargo de estas funciones emocionales adultas y lidera la capacidad de pensar, la familia se organiza de manera exitosa, evitando la confusión y el caos. Se favorece así el crecimiento de los miembros del grupo familiar.

En el caso que nos ocupa, el trabajo con el grupo familiar incidió directa e indirectamente en la gestión de las propias ansiedades por parte de los progenitores. Los temores a tener un hijo dañado, el enfado por el sufrimiento continuado, las ansiedades persecutorias en cuanto a culpas ambiguas, etc. fueron haciendo aparición en tratamiento, y pudieron ser miradas bajo la luz del pensamiento. Los progenitores tuvieron que enfrentar, en sesión y en la vivencia cotidiana, la experiencia de poner a prueba sus propios temores acerca de lo insoportable de la exclusión, su tendencia a la negación confusa que favorecía una reacción desproporcionada de los hijos, donde lo que faltaba era más capacidad de contención. Siguiendo a Cramer, se trabajó sobre las inclusiones en el niño, se atajó la descentración de las causas, asumiendo que entendemos el psiquismo de los progenitores como la matriz en la que toma forma el psiquismo del niño. Esta diferenciación más adecuada, dando a cada uno lo que le pertenece, permite, siguiendo a Colas […]que el hijo sea reconocido en cualidades, capacidades, y necesidades que hasta entonces estaban ciegas para los progenitores, permitiendo integrarlas y proseguir su desarrollo mental.

Estas modificaciones en la organización familiar promovieron y consolidaron cambios, a través de iniciativas que no dependían del espacio terapéutico. El movimiento que observamos se propuso desde el grupo familiar. Si bien se encauzó a través del trabajo psicoterapéutico en grupo, se generó de manera autónoma a las sesiones gracias a los aprendizajes, experiencias y herramientas que en ellas incorporaron.

Cuando las dinámicas emocionales internas en el grupo familiar han sido modificadas por el impacto del proceso terapéutico, se generan reajustes internos que, en este caso, facilitaron la aparición de otros reajustes que incluirían también a los hermanos. Éstos, estuvieron ausentes físicamente en el encuadre asistencial, pero permanecieron en todo momento presentes mental y emocionalmente. Formaron parte del proceso de metabolización y comprensión de lo que sucedía en el núcleo familiar y sus relaciones, y fueron incluidos en las interpretaciones del psicólogo.

Al finalizar este tratamiento breve, la organización y el uso de las propias capacidades que realizaba Mauro se habían modificado sustancialmente. Los progenitores explicaban con orgullo, y un buen monto de emotividad, cómo Mauro deseaba mostrarles sus progresos en casa. Se ofrecía y se encargaba de recoger la mesa, trataba de ayudar a su hermano más pequeño (ya que había algunas cosas en las que Mauro empezaba a destacar y a competir). Trataba de comunicar a los progenitores sus emociones en una gama amplia y flexible en lugar de la rigidez anterior entorno a la ira y el sufrimiento. Cuando veía a papá o mamá tristes se preocupaba por ellos, comunicaba su amor y su afectividad de forma espontánea; este hecho cogió desprevenido e impactó muy sensiblemente al padre que, hasta entonces, quedaba frecuentemente excluido de la atención de su hijo.

Se encargaba incluso de facilitar algunas dinámicas relacionales; estaba más comunicativo, toleraba mejor la frustración; lo que anteriormente era una oportunidad pre-confirmada de fracasar en la contención propia y grupal, era para entonces una oportunidad de mostrar fortaleza a los progenitores que Mauro trataba de aprovechar siempre que podía, a pesar de algún retroceso en momentos de mayor tensión emocional. Entró por tanto en una clara dinámica progresiva, aunque todavía teñida de ciertos desajustes, como la tendencia a la euforia descontrolada y a la desorganización hostil ocasional. A pesar de ello, todo indicaba que Mauro estaba en vías de estructurarse con mayor solidez en base a las experiencias positivas que iría acumulando.

El grupo familiar fue experimentando cierta transformación. A través del señalamiento y la consecuente mentalización de la situación de alta rivalidad entre los hermanos (con el objetivo de obtener la atención de la madre) y la particular exclusión del padre en esas circunstancias, pudimos señalar las dificultades en la mentalidad grupal de contener las ansiedades de separación, los celos, el temor a quedar sin nada, sin acompañamiento. Siguiendo a Pablos y Pérez (2001): Cuando los progenitores son portadores de una falla simbólica, su hijo se topará, en los períodos de disociación del yo y su efecto mudo, con un silencio selectivo sobre lo que toca al secreto, o por una falta de disponibilidad: el psiquismo del niño estará marcado por una falla global. Lo que es indecible en la generación de los progenitores se vuelve innombrable para los hijos.

Muy pronto los progenitores fueron más conscientes de la importancia de que tales experiencias fueran aceptadas y comprendidas, siendo estrictamente necesarias para el desarrollo. Tratamos de reflexionar conjuntamente en la gestión de estas ansiedades por parte de los progenitores, especialmente de la madre, a quién le hacía sufrir sobremanera la posible situación de exclusión de alguno de sus hijos. Frecuentemente no podía controlar el impulso de tratar de evitarles sufrimiento a todos, identificando proyectivamente en sus hijos temores que en realidad eran suyos: las propias ansiedades de separación, exclusión, abandono, etc. organizando en ocasiones una muy real concatenación de vinculaciones y separaciones, en las que trataba de encargarse secuencial y continuamente de cada uno de los hijos en función de la intensidad de sus demandas. Éste es uno de los mecanismos que más conocemos encargados de la transmisión intergeneracional (Cramer, 1998), del aprendizaje profundo acerca de la relación de uno con el mundo, acerca de la gestión íntima de la ansiedad. El mismo Cramer define estas vías de comunicación como área demutualidad psíquica o contagio psíquico, que sería sostenido por un proceso de atribución de sentido que lleva a significados compartidos. La madre promovía así a través de comunicaciones no verbales, no intencionalmente, la convicción de que la separación y la exclusión eran peligrosas, casi catastróficas, haciendo cada vez más real la necesidad de rivalizar intensamente unos con otros para librarse de tal peligro.

En su deseo de contención defensiva, es decir, de contención con el objetivo de anular la posibilidad de sufrimiento, la experiencia relacional acababa siendo fragmentada, descontenedora y ansiógena.

No son el vínculo permanentemente disponible, ni la protección continua, ni la atención focalizada en uno mismo, lo que nos libra a lo largo del desarrollo de la desorganización de las ansiedades de separación. Aquello que favorece el crecimiento y la progresiva fortaleza frente a estas ansiedades son las experiencias sólidas y claras de separación y reencuentro, dadas en un contexto de acompañamiento suficientemente estable en el vínculo (la contención vinculada); son las experiencias reales de poner en juego la autonomía y la capacidad de tolerar la propia frustración.

En el caso que nos ocupa, la madre pudo encarar la diferenciación entre su tendencia compulsiva a atender las demandas de los hijos para evitarles el sufrimiento, y la necesidad real de vinculación y de separación-autonomía de aquellos. Pudo flexibilizar y  permitirse más oportunidades de descanso para ella y de clarificación para los hijos, acumulando éstos más experiencias de autonomía, que al final la ayudaban a mantener la esperanza, como madre, de que parte de la responsabilidad de la gestión de la ansiedad podía ser asumida por los hijos clarificando su visión egocentrista, típica de los aspectos conflictuados.

Tras estas modificaciones en el grupo familiar, el padre dispuso de más oportunidades para ser parte central en la relación con la madre y con los hijos, promoviendo entonces el grupo que el padre no se dejara llevar por su propia tendencia a protegerse del sufrimiento en un cierto aislamiento en formato de pasiva exclusión. Pasó a intervenir más intensamente organizando aspectos de la convivencia, deteniendo los sobreesfuerzos de la madre y la hiper-exigencia de los hijos cuando éstos llevaban la situación al extremo, habiendo mentalizado la realidad relacional de lo que sucedía. Fue a partir de esta mayor intervención paterna que empezó a aparecer un lado más sensible, afectado, agradecido y emocionado de este papá cuya petición de ayuda había quedado ensordecida detrás de la muy visible de Mauro, y la más verbal petición de ayuda de la madre. Al final del tratamiento, el padre era el miembro del grupo que traía y representaba con mayor claridad, el depositario, del agradecimiento del grupo familiar.

La hermana, por su parte, trataba de cuidar de Mauro mucho más que de competir en contra suya. Asumía, por tanto, una posición más progresiva y en parte sobreadaptada, asumiendo sus capacidades de hermana mayor con un cierto ejercicio de responsabilidades que le permitían cuidar de su hermano y ayudar a sus progenitores, sin desubicarse demasiado en la jerarquía intergeneracional. Esta clarificación, que dependía de asumir que las dificultades actuales de Mauro requerían de ayuda, que nacía del amor por el hermano y el deseo último de bienestar para sus seres queridos, facilitó que la hermana se relacionara con Mauro con más disfrute de los aspectos afectuosos del vínculo, realizando aprendizajes valiosos a través de esta recién instaurada continuidad en la colaboración.

Los progenitores se mostraron grata pero temerosamente sorprendidos del cambio que observaban en Mauro, y del cambio general en la dinámica del grupo familiar, pudiendo valorar la realidad e intensidad del proceso terapéutico.

Por nuestra parte sabemos que, cuando los procesos de cambio se producen a tal velocidad, ésta nos da un índice de las capacidades de base con las que cuenta el infante y con las capacidades de base con las que cuenta el grupo familiar.

También sabemos que, en tan poco tiempo, no se puede consolidar suficientemente la confianza entorno a la consistencia del cambio; tanto los progenitores como Mauro iban a necesitar más tiempo y más experiencias de confirmación, más distancia temporal, más progresos espontáneos no programados, para ir consolidando una serena confianza que estabilizara la relación entre ellos y facilitara la consecución de futuros retos evolutivos.
 En sesión hablamos con los progenitores acerca de las características del proceso de cambio, del significado real de esta palabra en el proceso terapéutico.

Qué entendemos por cambio implica una conclusión en la capacidad de mirar con esperanza al futuro. Cambio para nosotros tiene que ver con la dirección que toman las dinámicas y las inercias. Cambio tiene que ver con el uso que se hace de los recursos y de los conocimientos adquiridos en la experiencia que nos da libertad para elegir. Cambio es avanzar hacia una estructuración de ansiedades y defensas más evolucionadas. Cambio no es convertirse en otros, en otro Mauro o en otro grupo familiar.

Mauro de hecho seguía siendo un niño tozudo y algo impulsivo, con cierta resistencia a la jerarquía y una tendencia a descargar motrizmente la ansiedad. Pero, organizado de otro modo, acompañado desde un punto de vista más realista y esperanzado, acabó por comunicarse con mayor claridad dedicando su esfuerzo en un sentido progresivo mucho más que en uno regresivamente hostil. Mauro sufría menos.

 El proceso de cambio humano empieza así, con dudas, con temores acerca de cómo será el futuro, con la amenaza de que suceda algo inesperado y se pierdan las capacidades, se deterioren los progresos. Los temores a la pérdida y al fracaso, tan intensos inicialmente, eran directamente proporcionales al sentimiento de logro y la celebración íntima de un éxito evolutivo y grupal incipiente.

Una vez alcanzamos en el proceso psicoterapéutico un principio de cambio, el objetivo siguiente es afianzarlo, cimentarlo con una base compartida de experiencias satisfactorias suficientemente extensa.

Mauro, un chico con capacidades, igual que el grupo familiar del que forma parte (deseosos de crecer, dispuestos a mejorar y capaces de mantener el esfuerzo por conseguir cierta felicidad), aprovechó esta posibilidad de cambio directa y rápidamente. El grupo familiar pudo absorber y adaptarse acompañando y creciendo junto a él, mucho más que ofreciendo resistencias (en pro de mantener la sintomatología, o más bien en pro de oponerse al proceso de cambio en sí y a las ansiedades que genera la incertidumbre, y el coste de mantener los esfuerzos necesarios). Es decir, se trataba de un niño y grupo familiar capaces, suficientemente sanos como para aprovechar la experiencia terapéutica.

Al finalizar el tratamiento, los progenitores expresaron su agradecimiento, con rápidos deseos de dar por terminadas las sesiones, algo temerosos de encontrar posibles imprevistos en el transcurso de los encuentros que pactamos como camino de acercamiento a la finalización. En ellas Mauro venía algo eufórico, descentrado, parecía que deseando exhibir capacidades y temiendo el fracaso. Cuando algo no le salía bien, finalmente se quejaba, lloraba, se volvía algo hostil, pero estas dificultades no lo desbordaban, no distorsionaban sus capacidades ni inundaban la sesión; era capaz de reorganizarse y contenerse, y aprovechar de nuevo la sesión y las relaciones disponibles. La interpretación que realizaban los progenitores, y la forma de Mauro de comunicarse, rápidamente hacían pensar en la autoconsciencia del grupo acerca de las propias características y en la consolidación de una cierta serenidad a la hora de permitir ciertas dificultades en Mauro. Todo ello sin ser visto como un niño enfermo o dañado sino más bien como un niño algo tozudo y necesitado que, en ocasiones, se enojaba y sufría pero que era capaz de sacar las situaciones y los retos evolutivos adelante.

La indicación de este tipo de tratamientos no es necesariamente de corta duración, focalizando los objetivos terapéuticos en la sensibilización y en la consecución de cierto “insight” grupal. Habitualmente requerimos de espacios breves o tratamientos a medio plazo, de uno o varios años de tratamiento. A pesar de esto, asumimos que desde la intervención pública debemos realizar una evaluación costes-beneficios más exigente y ajustada que en servicios privados.

Las intervenciones en grupo familiar están especialmente indicadas en los casos en que encontramos unos progenitores suficientemente sanos y capaces, con un estilo de vinculación terapéutica suficientemente positiva. Según Palacios: Las intervenciones terapéuticas breves están indicadas para casos neuróticos, y contraindicadas para familias psicóticas. Se indicarían especialmente en trastornos reactivos a la problemática de los progenitores y a trastornos neuróticos en status nascendi.

En este tratamiento, en que partíamos de las dudas acerca de las capacidades de Mauro, pasó a ser de especial importancia la implicación de los adultos, asumiendo que al indicar estos espacios, de frecuencia semanal, de corta duración, entre terapias breves y terapias flash (Tizón, 1994), estamos reconociendo que el protagonismo terapéutico reposa en los progenitores, en el ejercicio de la crianza que realicen y en el aprovechamiento que extraigan de las sesiones.

Para finalizar, me parece útil citar a Larbán (2005), cuando dice: Podemos ver las interacciones precoces progenitores-bebé como un proceso relacional y comunicacional recíproco y asimétrico que, mediante su sincronización y regulación progresiva, crea y desarrolla un área de mutualidad psíquica compartida que puede desembocar en una espiral interactiva de alto potencial evolutivo, o en una serie de círculos cerrados generadores de trastornos precoces en la relación progenitores-hijos y también en el niño. Con el grave riesgo de cronificarse y de constituir núcleos defensivos y patológicos en el niño mayor y en el adulto”.

Esta interacción es una de nuestras áreas específicas de intervención.

 

Bibliografía

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